La infancia desnuda
En Los paraísos artificiales, apropiándose de una intuición de Thomas de Quincey, Baudelaire escribió un latigazo sublime: "El genio no es otra cosa que la infancia formulada con nitidez". Décadas más tarde, otro maestro de la epifanía, Camus, cifraría lo que hoy es ya un lugar común dentro de la consideración de los años formativos: "Una obra de hombre no es otra cosa que una larga marcha para volver a encontrar, por los meandros del arte, las dos o tres grandes imágenes a las que el corazón se abrió por primera vez".
Lemosín, en el occidente del Macizo Central, es el escenario de un tiempo que Pierre Bergounioux aprehende con sobriedad en Un poco de azul en el paisaje. Esto es: "La infancia es un misterio, y doblemente cuando el universo que uno descubre es aquel agrario, cerrado, milenario que ha subsistido al margen del movimiento, del intercambio, de la modernidad hasta la mitad de este siglo y un poco más, a veces, según el lugar". También allí, como se intuye tras la lectura de este emotivo fresco, el corazón del narrador se abrió por vez primera a unas pocas pero grandes imágenes: la alta y sobrecogedora landa, el campo tenaz y durísimo, los bosques que aguardan.
Un poco de azul en el paisaje
Pierre Bergounioux
Traducción de David Stacey
Minúscula. Barcelona, 2011
96 páginas. 12 euros
Porque en el principio fue el bosque, el espacio sin civilizar, la épica de un espacio aún no domesticado, dentro del cual el hombre rastrea el imperio de todo aquello que todavía no es cultura. Un paisaje que, como la vida íntima, sólo puede ser reinterpretado una vez pasa al cuerpo del relato; es decir: una vez el tiempo ha satisfecho su función y los escenarios de la infancia ya no son los lugares donde un día vivimos, sino los lugares donde un día recordamos haber vivido. Como la lechuza de Hegel, la empresa literaria sólo alza el vuelo cuando cae la noche. La escritura de Bergounioux asume con brillante empeño este carácter póstumo y, a la vez, vivificante. Porque únicamente se puede escribir sobre lo que se ha perdido, pero sólo la literatura es capaz de devolvernos el fantasma de las cosas idas.
Es casi obligado leer Un poco de azul en el paisaje, editado en Francia en 2001, junto a dos breves escritos de Bergounioux publicados el pasado año por Días Contados: el augural Puntos cardinales, de 1995, y el tardío La huella, de 2007, antecesor y heredero del texto que aquí nos ocupa, pues esa triple mirada al paisaje físico y sentimental de Corrèze nos habla con rotundidad del carácter obsesivo que para Bergounioux ha llegado a alcanzar semejante consideración, un asunto que Un poco de azul en el paisaje concentra en torno al conflicto irresoluble entre lo que el autor denomina la vida doméstica ("la vida, la verdadera, empieza después de haber satisfecho las tristes reclamaciones de la necesidad, pagado tributo a la debilidad, abandonado la mesa, la habitación, la celda que forman cuatro muros, sean los que sean") y la nostalgia implacable que ese mundo superado, cancelado, "nuestra morada en la creación", por fatal y cruel que sea, provoca ("la extraña facultad de pensar, la fragilidad que conlleva se acompañan de una oscura añoranza, la de la inmanencia perdida, de la misteriosa y profunda unidad que, sin duda alguna, conocimos. Habitamos la noche cargada de estrellas, la lluvia a cielo abierto, el bosque de vivas columnas, el viento límpido, la hierba, el rocío").
Una dialéctica, como se ve, servida gracias a una prosa muy bella, que se mueve con idéntico ímpetu en el registro de las ideas y en el de las emociones, y que es capaz de transitar de una consideración cartesiana o de un excurso sobre la Galia prerromana a la exacta lectura de la orografía o del clima, sin que por ello se resientan ni la profundidad del veredicto histórico ni la cualidad positivista del examen geográfico. Y todo ello, felizmente, obrando al servicio no sólo de una recreación de los lugares y las gentes que acompañaron al autor en sus primeros años, sino también, y de modo muy certero, ayudando a constatar la que parece ser una convicción acendrada dentro del corpus poético de Bergounioux: la evidencia de que, por mucho que la cultura y los siempre cambiantes medios sociales modifiquen al individuo, el carácter es el destino.
Esta pesantez del origen, mistificadora en ocasiones (basta pensar en la imagen que Bergounioux cultivará durante décadas de París, una fata Morgana para el niño de pueblo), también opera como una especie de sortilegio en otras, un hechizo que, en realidad, se encamina hacia la consideración dual que asiste a todo escritor: el de ser un exiliado de sí mismo que descubre en ese exilio perpetuo que es la literatura la única e inalienable prueba de que se ha vivido.
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