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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Una moneda, más Estado

Elvira Lindo

El proceso hacia una federación europea, puesto en marcha tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, en lugar de socavar los fundamentos de los Estados-nación, los restauró y fortaleció dando a sus poblaciones una seguridad interna -bienestar sostenido en legitimidad democrática- y externa -exclusión de la guerra- como jamás había conocido Europa. Políticos europeos testigos de la catástrofe echaron los cimientos de una nueva comunidad económica, fundamento indispensable de cualquier avance hacia una comunidad política, vislumbrada desde los mismos orígenes como una federación de Estados en un plano supranacional.

Esta reinvención de Europa funcionó con sorprendente éxito durante las décadas doradas de crecimiento económico, pero también cuando tuvo que enfrentar la crisis de los años setenta. Una segunda generación de políticos decidió profundizar la construcción institucional hacia dentro mientras incrementaba la capacidad de integración hacia fuera: la Comunidad se fortaleció a la par que se amplió, de los seis de 1957 a los 15 de 1995. Ya entonces no faltaron voces que expresaron su preocupación por el futuro. El grado de integración económica, con un sistema monetario único, avanzaba sobre una estructura política construida a golpe de tratados progresivamente más prolijos y engorrosos.

La fisura se hizo visible cuando la ampliación se extendió a los Estados del Este mientras se mundializaba el sistema financiero. La moneda única comenzó a rodar sin problemas a la vez que se levantaban obstáculos a la aprobación de una Constitución. Un euro fuerte sobre la base de un sistema político cuya complejidad era la otra cara de su burocratización. Ocurrió como si el impulso federal, que había desembocado en la consolidación de la moneda única, se hubiera agotado: Francia y Alemania, matriz de la Comunidad de los Seis y de la Unión de los Quince, no estaban en condiciones de liderar una nueva fase que hubiera proporcionado a la moneda un respaldo en instituciones basadas en una legitimidad democrática, en un Estado federal europeo de auténticos ciudadanos.

Este sujeto de soberanía falta: los años transcurridos desde la declaración de Laeken de 2001 por una Unión Europea más democrática y eficiente hasta la triste entrada en vigor del Tratado de Lisboa en 2009, con el nombramiento de un anodino primer presidente del Consejo y de una Alta Representante a palos de política exterior, han certificado la creciente desafección de los ciudadanos respecto a lo que hoy, más que como Unión Europea, conocemos como Bruselas. Y Bruselas, con sus nómadas parlamentarios y sus burócratas fijos, aparece cada vez más como una construcción que se alimenta a sí misma: la participación electoral ha caído nada menos que desde 62% a 43% entre 1979 y 2009.

Hay moneda fuerte, pero Parlamento débil, y un pseudogobierno y una sólida burocracia, pero no hay un sujeto de soberanía y, por tanto, no hay democracia y falta Estado. Y así, al primer gran embate sobre la moneda, el edificio tiembla hasta sus cimientos. Las instituciones -Consejo, Comisión, Parlamento- se desvanecen ante el errático protagonismo de una canciller secundada por un presidente. Una gran falla institucional, que no debía confundirse con una retirada de la política ante los mercados, ni con una sustitución de políticos por tecnócratas. Lo ocurrido es más grave; es que los ciudadanos de aquellos Estados-nación fortalecidos en una primera y larga fase por la Comunidad, llevan 10 años diciendo no más Europa. Irlandeses, checos, polacos, británicos, franceses, holandeses... dijeron: hasta aquí hemos llegado, no más Europa.

La creación de una moneda internacional sostenida por un banco central que no es responsable ante un Gobierno ni un Parlamento de ningún Estado fue una osadía, un acto de voluntad política, sin precedente en la historia de Europa. La cuestión hoy es si decidimos o no continuar la construcción del edificio a medio acabar. O sea, si los políticos de los Estados-nación, empujados por sus respectivas ciudadanías, deciden solventar el dilema planteado por el proceso mismo de construcción: Europa solo ha sido posible gracias al fortalecimiento de aquellos Estados tras la devastación de las dos guerras. Ahora falta por saber si políticos y ciudadanos queremos culminar la tarea construyendo, sobre las espaldas de los Estados-nación restaurados, un inédito Estado supranacional. Y si no, adiós moneda, pero también adiós Europa. -

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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