Con perdón, más de los rusos
Siento hablar de los rusos yo también, pero la verdad es que las exposiciones que pueden verse en Madrid son tan especiales que no me resigno a obviarlo: hay que verlas. Y no porque los rusos, en su condición de alma europea secuestrada, hayan ejercido una fascinación loca, sino porque a través de dichas exposiciones es posible trazar un mapa de ese extraño mito que pisa los talones del viajero entre la inmensidad de Moscú: cierta definición de lo moderno, una ciudad concebida para las masas, para el futuro. Pese a todo, el grandioso proyecto moscovita no es cuanto a "modernidad" tan diferente de San Petersburgo que debió buena parte de su fama al espíritu emprendedor de Catalina la Grande, la amiga de Voltaire. Luego las cosas se precipitarían pero, mientras duró, el palacio que fue residencia de los últimos zares y actual Museo Hermitage, se llenó de maravillosas obras de arte, recorrido privilegiado por la historia del mundo, plano secuencia también por la historia local, como lo muestra Sokurov en El arca rusa. Parte de esas colecciones están ahora en el Museo del Prado y la muestra promete ser un éxito clamoroso: la envergadura del proyecto lo merece.
Mucho más modesto pero delicioso, exposición de gabinete, es el conjunto de piezas del Pushkin de Moscú en el Museo Romántico de Madrid. Llaman la atención los paisajes invernales, quizás porque son "muy rusos" o porque son muy modernos, como reflexiona la muestra del Museo de Bellas Artes de Viena, Cuentos de invierno: antes de Brueguel, pionero en representar la estación, la primavera era favorita en los cuadros.
Hay otras dos exposiciones, en la Casa Encendida y la Fundación Juan March, extraordinarias y complementarias, que son una oportunidad única de ver la vanguardia rusa revolucionaria y posrevolucionaria como no se habían visto nunca y como no creo que pueda volver a verse aquí en mucho tiempo. De hecho, pese a ser muy diferentes en esencia -La caballería roja, comisariada por Ferré, empieza su recorrido en 1917 y lo termina en el realismo socialista, y Aleksandr Deineka, comisariada por Fontán, sigue más bien la carrera del artista esbozando apenas la presencia de Malevitch-, las dos muestras desvelan esa particularidad incuestionable: pasara lo que pasara, los rusos miraban hacia el futuro, hacia lo moderno. Quizás por eso, al comparar al propio Malevitch con la brillante tipografía posterior se queda un poco "antiguo" -cosas del futuro.
Uno de los grandes aciertos de las dos muestras es, sin duda, la abundancia de material "documental" que tiene mucho de "obra de arte" en este contexto concreto: procede de archivos españoles a veces, en Deineka (quién lo hubiera dicho), o de archivos rusos, con frecuencia material inédito, en La caballería. Quizás por ese juego entre alta y baja cultura, tan clásico en la vanguardia soviética, Manuel Fontán apela a Greenberg en su estupendo texto del catálogo -por cierto, los dos catálogos muy sólidos, para el futuro. No en vano en el artículo, Vanguardia y kitsch, el crítico norteamericano cita a Repin, un simbolista, como ejemplo de lo kitsch y en la primera versión le adjudica un paisaje que nunca pintó, pidiendo luego disculpas por lo poco que sabe de los rusos -ocurre con la mayoría de nosotros. Así que una buena ocasión para subsanar ese hueco y para ver ese eterno futuro ruso que resume el instrumento invisible, volátil y raro que los rusos inventan, el theremin, desvelado en una película encantadora de la Casa Encendida.
"Nuestra alma en el futuro / vive; la oprime el presente; todo es fugaz, todo pasa, / bien vendrá lo que viniere". Escribe Pushkin en Si te engañase la vida... Es el año 1825.
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