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Columna
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Miedo, temor, incertidumbre

Es posible que nunca en nuestra historia desde la transición se celebren unas elecciones generales con un resultado tan cantado como relativamente indiferente a los ciudadanos. Y si la derecha lleva todas las de ganar no será debido a sus méritos, que se desconocen todavía, sino a una inquietante pasividad que ante una situación al borde de la catástrofe lo fía todo a un cambio, por oneroso que pueda resultar, a fin de comprobar si de una vez suceden otras cosas susceptibles de dejar atrás el estremecimiento de las experiencias lúgubres. La situación es tan desesperada para millones de ciudadanos que muchos de ellos votarían cualquier cosa con tal de que apareciera en el horizonte la señal de una mejoría, aunque fuera intermitente. Para ello parecería necesario que quienes han llevado el timón hasta ahora se tomen un merecido descanso, aunque se dude de que se lo hayan ganado. Así que tendremos muy probablemente un cambio de rumbo que nadie puede garantizar que no sea para peor, y en ese caso a ver cómo tiramos hacia delante durante los próximos cuatro años.

Más allá del pavoroso panorama que nos espera, lo cierto es que hace muchos años que no flotaba en el ambiente de la calle con tal intensidad esa siniestra mezcla de miedo, temor, incertidumbre y desconcierto que se respira a poco que se hable con las gentes de asuntos medianamente serios. El resultado más visible es la desconfianza, ese sentimiento corrosivo que se va adueñando poco a poco de la voluntad de tantas personas. Si el miedo es la sensación de que algo desconocido y de resultados más o menos temibles puede suceder en cualquier momento, y el temor es la expectativa de que algo siniestro y ya ocurrido puede repetirse, entonces la incertidumbre sería la fusión entre el miedo y el temor que lleva al desconcierto paralizador. Y todo eso está ocurriendo antes nuestros ojos, y está ocurriendo cada día de modo que afecta muy seriamente a las relaciones de confianza entre los ciudadanos y de la mayoría de ellos ante las instituciones bancarias, políticas, empresariales o de simple amistad. Porque, en efecto, cualquiera puede ser el enemigo que te birlará la cartera en un descuido, o la bolsa de la compra al salir del supermercado, las prendas de vestir que vigila en la tienda la empleada, o el que sin ser sospechoso de nada despierta el recelo de la chica que vuelve por la noche a casa y cruza a la acera contraria para evitar el encuentro.

Esa desconfianza global, por lo común previa al posible suceso, actúa como un virus maligno que va cercenando silenciosamente la convivencia hasta asesinarla salvo en lo que concierne a un reducido círculo de amigos, y aún así. Y como no hay un agente del orden en cada esquina, ni debe haberlos, se trata también de restablecer la confianza de ciudadano a ciudadano, algo que no figura todavía en ningún programa político.

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