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Columna
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El hombre de los caramelos

Antiguamente, en tiempos más benignos, había un individuo legendario a la entrada de los colegios que ofrecía golosinas drogadas a los niños. Las cosas han cambiado: ahora no las regala, las vende. Mamá siempre nos advertía de que no se nos ocurriera responder a las proposiciones de ese señor misterioso, al que yo nunca vi, pero que imaginaba profundo y oscuro, con una voz cuarteada por el tabaco, tendiendo hacia nosotros una mano en que brillaba el papel acharolado de los frutos prohibidos.

En los años ochenta, la Orquesta Mondragón le dedicó un homenaje aprovechando la melodía del clásico de Duke Ellington, Satin doll: "Es elegante, lleva sombrero -cantaba Javier Gurruchaga-, / él es el hombre de los caramelos, / envuelto en un abrigo gris. / Siempre a la puerta del colegio, / te espera para hacerte feliz". Ya digo que nunca lo vi, lo cual no constituía óbice para creer a pies juntillas en su existencia: tampoco había visto jamás al ángel de la guarda ni al hombre del saco y ni por un momento dudé que se hallaran ahí, a la vuelta de la esquina, para protegerme de la caída de una teja o arrastrarme a las profundidades no sé de dónde. Sólo unas leves objeciones nublaban mi cándida confianza de niño: ¿por qué regalaba este individuo los caramelos adulterados? ¿Qué ganaba él con semejante operación? ¿No era mejor venderlos, o llevarse a los niños para comérselos crudos? ¿Por qué caramelos y no, yo qué sé, paquetes de pipas o hamburguesas? Alguna vez, en el crepúsculo del alba o en el de la tarde, divisé una sombra turbia que rondaba el perímetro del recreo y creí reconocerlo con un escalofrío. Mis esperanzas se vieron defraudadas: no llevaba caramelos y miraba a las niñas con ojos de hidrofobia, así que concluí que debía de tratarse de un simple pedófilo de andar por casa.

Me ha venido a la mente este personaje mítico cuando he leído que la Junta Electoral de Sevilla ha prohibido al PSOE repartir propaganda de su partido a la entrada de los colegios, tal y como hizo en los últimos comicios. El colegio es un lugar ejemplar, una pura metáfora de la vida: allí donde primero aprendemos las cosas y donde primero nos defraudan; allí donde conocemos la verdad y nos dejamos arrastrar por los engaños; allí donde nos enteramos de en qué consiste la democracia y donde nos la cambian por un papelito cuya vida útil es de cuatro años. Repartir publicidad electoral a la salida del patio, ya sea a los inocentes niños o a sus no menos inocentes papás, se aproxima mucho a lo que hacía el hombre de los caramelos, y por eso entiendo que los tribunales se hayan visto obligados a proscribirlo. Se supone que el caramelo emponzoñado ocultaba un estupefaciente que te hacía ver la realidad de un modo distinto a como es, más colorida, o borrosa, o placentera: lo mismo vale para lo otro; se supone que el caramelo aprisionaba tu voluntad con falsas esperanzas colocándote a merced del desalmado que te lo suministraba: igual que lo que dijimos.

Ya he expresado en alguna ocasión que la publicidad electoral, estos días de campaña feroz en que se gritan eslóganes y se repiten consignas, me parece el colmo de la estupidez y de la indecencia: consiste en el intento de hacer olvidar al votante los desmanes que el partido ha perpetrado sea en el Gobierno o en su contra para que vuelva a otorgarle su confianza; es decir: para que vuelva a otorgarle el escaño, el sueldo, las dietas, el coche oficial, etcétera. Cosa a la que, me temo, la gran mayoría se mostraría dispuesta solo después de fumarse un canuto de las dimensiones de un trombón de varas. Por lo menos.

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