De ayer a hoy
Ayer, prácticamente, se aprobó a velocidad de vértigo una reforma constitucional en España, con la finalidad de garantizar por encima de los vaivenes electorales el principio de estabilidad presupuestaria. La decisión fue adoptada casi sin debate parlamentario y con el acuerdo entre los dos grandes partidos de gobierno españoles de que no se convocaría un referéndum para su ratificación.
Aunque la razón última de esta decisión no se hizo pública, porque nunca las razones últimas de decisiones de esta naturaleza se hacen públicas, es un secreto a voces que tal reforma no fue una decisión autónoma española, sino que vino impuesta por unas expectativas de presión sobre la deuda soberana española en el otoño que se avecinaba. Fueron circunstancias de extraordinaria y urgente necesidad, que son las que contempla la Constitución en el artículo 86 para habilitar al Gobierno a dictar decretos-leyes, las que convencieron al presidente del Gobierno de que había que tomar la decisión y, dado que la decisión tenía que instrumentarse como reforma de la Constitución, fue preciso llegar a un acuerdo con el PP. Materialmente la reforma de la Constitución fue un decreto-ley, aunque formalmente fuera una ley de reforma constitucional.
Visto lo visto desde el día de la aprobación de la reforma, no parece que el presidente del Gobierno y el presidente del PP pecaran por exceso. Hicieron lo que era razonable que hicieran tanto en el fondo como en la forma. En el fondo, porque la reforma de la Constitución es la máxima garantía que el Estado, no el Gobierno de turno sino el Estado español, puede dar de que va a hacer frente al pago de su deuda y es, en consecuencia, el mejor instrumento de que dispone para dar seguridad a los inversores en un momento en que la seguridad se valora más que nunca. En la forma, porque la rapidez en la toma de decisión es indispensable en este tipo de operaciones. De ahí que la convocatoria de un referéndum fuera contradictoria con la finalidad que se perseguía.
No creo que sea necesario recordarle a los lectores la avalancha de críticas que se dirigieron al presidente del Gobierno por la decisión adoptada y por la no convocatoria del referéndum. Me imagino que la convocatoria del referéndum por Papandreu para que los ciudadanos griegos aprueben o rechacen el plan de rescate acordado recientemente por los países europeos que comparten el euro como moneda, habrá hecho reflexionar a muchos de los críticos de nuestra reforma constitucional.
En política lo normal no es optar entre lo bueno y lo mejor sino entre lo malo y lo menos malo. Casi siempre nos encontramos ante la segunda disyuntiva y no ante la primera. En momentos de turbulencia económica, mucho más. Y en esos momentos es una temeridad que el gobernante intente descargar la propia responsabilidad sobre las espaldas de los ciudadanos. La convocatoria de un referéndum puede ser un ejercicio de democracia, pero puede ser también una manera de escurrir el bulto por parte del gobernante que lo convoca.
A la fuerza ahorcan, dice el refrán. Y en esas estamos. También los ciudadanos, que periódicamente tenemos que decidir a quien confiamos la dirección política de la sociedad y la acción del Estado. Ese es el momento de auténtica responsabilidad para el ciudadano. Vivimos en una democracia representativa y es en el momento de la designación de nuestros representantes cuando realmente nos la jugamos. Nadie debe tomarse el ejercicio del derecho de sufragio a la ligera. No hay fórmula de democracia directa que pueda después enmendar el entuerto. La evidencia empírica de que disponemos al respecto es abrumadora.
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