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Columna
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La parálisis

Debe de ser que cada vez entiendo menos el mundo y más al Santo dos Croques. Supongo también que hace ya tiempo que el aire está estancado y el Santo lejos de la devoción. El caso es que me prometí no volver a hablar de la Cidade y hete ahí que la paralización de las obras aprobada por el Parlamento gallego en gran consenso me empuja de nuevo a hacerlo. Por la parálisis que siempre sacude a la cultura, pero sobre todo por ese consenso que desprende el tufillo de la unanimidad basada en que las cosas del espíritu son secundarias para la autosuficiencia de los honorables. Nuestros parlamentarios parecen estar obcecados en una legislatura en la que no aciertan ni con el calendario de festividades y ahora muestran una satisfacción obscena en ir con la tijera a recortar el muñeco más odiado por la opinión pública. Otro santo dos croques habitual de la cultura, el filósofo Platón, ya advertía sobre aquellos "cuyas palabras en el Ágora van más rápidas que su pensamiento". Parece pues que estamos en pleno Banquete de Halloween.

Empezar la casa por el tejado es una de las aportaciones de los políticos a la modernidad

Dije con las cajas de ahorros que me sorprendía tanta unanimidad -sobre todo en la izquierda ilustrada- en un asunto como el financiero en el que el dinero no pertenece a ningún país y, sobre todo, a la ingenua idea de tener algo así como una reserva propia de capital, como si estuviéramos en los tiempos de la peseta. La mayoría ha empezado a percatarse con la jubilación de Méndez, lo que me recuerda un poco a la Ópera de los tres peniques. Pienso ahora que la paralización del Gaiás es un inmenso error porque la única forma de hacerlo llevadero es alumbrar el monstruo, porque debe echar a andar de una vez y poco a poco ir demostrando que sabe caminar, comer y llevar la cruz él solito (los burócratas hablan aquí del "plan de negocio"). Ese riesgo forma parte de la apuesta y ampliar la tortura un par de años más y regresar a ella durante otro mandato parlamentario se me antoja una forma de masoquismo propia de este tiempo y de nuestros políticos (y aquí incluyo a todos ellos) que en ningún momento supieron qué hacer con ese dinosaurio varado en la ladera Gaiás. Todo semeja a una kafkiana Ley del Aborto, pero esta vez parece que nadie quiere a la criatura, ni siquiera los provida que con tanto amor alimentan siempre la posibilidad de una epifanía.

Si a ello se añade el papel de comparsa que hace la cultura en la función, la melancolía se agudiza. Aquellos mismos que encargaron puentes y estatuas, monumentos y centros de artes, glorietas y coliseos están ahora vomitando su culpa sobre el hormigón armado de su egolatría, puesto que nunca como ahora se han visto a las claras sus intenciones: contenedores sin contenido, mausoleos sin difunto, anaqueles llenos de ignorancia. Pasa con Niemeyer en Avilés y pasará con Eisenman en Compostela y uno no sabe si el arquitecto debería pedir primero un auto de fe a los políticos o dedicarse exclusivamente a arrojarse desde lo alto de los rascacielos cada vez que algún político llama a su estudio. En este punto se me aparece un fantasma de estos tiempos: la estatua que el escultor Ripollés ha hecho de Fabra en el fantasmagórico aeropuerto de Castelló.

Empezar la casa por el tejado es una de las aportaciones de los políticos a la modernidad y la mayoría de los edificios tienen ya goteras. Piensan sus señorías que con la complicidad del arquitecto y del metacrilato, del mármol de Carrara y del granito de Porriño; con unos premios a cuenta de un banco y un Día de la Patria; con una foto contra la violencia de género y una exposición de fotos del cuerno de África, la cosa va que chuta. Y por lo visto nadie parece enmendarles la plana. Así que al vacío ya existente se le aplica el operado por la crisis y parecen decir a coro: se suspende el espectáculo hasta nuevo aviso, hasta que el hormigón se ponga duro. Como si el acomodador no nos hubiera ya advertido lo bastante sobre ese riesgo inherente a la obra moderna: nunca sabemos para qué sirve, ni de qué está hecha, ni en qué momento podemos abandonar el patio de butacas.

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