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Columna
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Política o caos

Josep Ramoneda

En los últimos días de la pasada semana compitieron en las portadas de los medios tres noticias mayúsculas. El fin de las actividades violentas de ETA, la muerte de Gadafi y las nuevas medidas europeas contra la crisis financiera. Los medios las trataron por el orden en que yo las he citado. Y sin embargo, los acuerdos que cierren los líderes europeos estos días tendrán más consecuencias en nuestras vidas cotidianas que las dos anteriores. Que los bancos tengan que recapitalizarse más, que el dinero privado cargue con una parte de la quita de la deuda griega y que se tomen medidas específicas para proteger a Italia y España no son temas menores. Las dos primeras noticias eran concretas y marcaban hitos históricos desde un punto de vista simbólico, aunque el fin de ETA y del régimen libio ya se dieran por descontados: ETA no volverá a matar; Gadafi ha muerto. La tercera se movía en el terreno de las imprecisiones, los rumores y la falta de concreción. Algo, por otra parte, proverbial cuando se trata de Europa. Siendo esto cierto, creo que el interés mayor de las dos primeras noticias está en que conciernen a la muerte y a la barbarie, con lo cual interpelan directamente a la conciencia moral de los ciudadanos.

El desprestigio de la política ha sido el complemento ideológico para el saqueo de la sociedad que pagamos todos

Si la moral tiene que ver con los criterios de las personas a la hora de tomar decisiones, la crisis fue posible porque muchas personas tomaron decisiones que beneficiaban a unos pocos y perjudicaban a una gran mayoría, con plena conciencia de ello. Se negaron a tomar en serio las consideraciones que les advertían del desastre venidero. Y los más avispados completaron beneficios vendiendo en vigilias del estallido. Pero se ha impuesto una lectura economicista de la crisis, que no reconoce errores personales y que parte del interesado e infamante principio de que todos vivimos por encima de nuestras posibilidades. Culpar a todos para que nadie sea responsable.

El economicismo ha hecho estragos en la configuración del horizonte ideológico contemporáneo. Tanto criticar el principio de determinación económica en última instancia que divulgó el marxismo y ahora resulta que vivimos rodeados de un discurso que nos presenta la crisis como algo inexorable -una astucia de la razón, dirían los más cínicos- y se pretende que su salida responda solo a criterios presuntamente técnicos, no políticos. Como si ya hubiésemos alcanzado la fase final de la historia, en la que, según Marx, la política dejaría paso a la administración de las cosas.

En su libro La torre de la arrogancia, Xose Carlos Arias y Antón Costas dicen que del ciclo de hegemonía conservadora que se inicia en la década de 1980 y que culmina con la crisis hay que olvidar para siempre dos principios: el de la plena racionalidad de los mercados y el de la perversión intrínseca de la política. Hay que olvidarlos porque son falsos.

La presunta racionalidad de los mercados es una fuente de error y de ignorancia porque olvida la complejidad de la economía humana del deseo y deja de lado los componentes culturales y morales, que también existen. Por eso es nihilista esta crisis. Hay un doble error en esta idea: creer que los actores económicos se comportan racionalmente y creer que lo racional es optimizar el máximo interés en beneficio estrictamente propio. Visitando, en Londres, una exposición sobre La muerte del posmodernismo, me costaba creer que no nos hubiéramos dado cuenta antes de que estábamos envueltos por una cultura de la burbuja, de la apariencia, de la ornamentación, de utopía de fin de la historia, que es perfectamente coherente con la letal ligereza del economicismo reinante.

El desprestigio sistemático de la política ha sido el complemento ideológico para el saqueo de la sociedad que, ahora sí, pagamos todos. A esta cultura pertenece la grotesca figura de los gestores independientes, como si depender del poder político fuera un estigma y depender del dinero fuera un mérito. De la política a la tecnocracia nos hemos metido en un gran lodazal en el que los límites entre poder político y dinero cada vez son menos claros. Hay que defender la política para sostener la democracia, porque cuando los políticos reportan a los mercados y no a los ciudadanos, algo falla. Por eso lo que se decida en Bruselas es de capital importancia. Por el impacto de las medidas que se tomen sobre nuestro día a día, pero también porque es una oportunidad para que la política empiece a recuperar el mando. Política democrática o caos, esta es la disyuntiva.

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