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La asesina de Gucci prefiere su celda a la vida en libertad

Patrizia Reggiani, entre rejas desde 1997, rechaza optar a la condicional

La reclusa tuerce la nariz y declina con firmeza la invitación del juez. No quiere comenzar los trámites para obtener la libertad condicional. Y eso que, tras cumplir 14 años de encierro en la cárcel de San Vittore en Milán -lo que supone más de la mitad de los 26 a los que fue condenada por haber pagado a un hombre para que asesinara a su marido-, Patrizia Reggiani tendría derecho a pasar sus días fuera de la penitenciaría: trabajar sus ocho horas y volver entre rejas por la noche. "Nunca en mi vida he trabajado. No pienso empezar ahora", se justificó. Ella, que no es una detenida corriente. La señora Reggiani, con unos ojos de un intrigante color violeta a lo Liz Taylor, estaba casada con Maurizio Gucci, el último heredero de una de las dinastías más famosas y acaudaladas de la moda italiana.

El juez le propuso trabajar en un gimnasio o en un bar. Lo rechazó.
Nada más entrar en prisión dijo: "¡si al menos pudiera maquillarme!"

Cuando en 1995, a pocos metros de su casa, su marido fue asesinado de dos tiros por un matón al que ella misma pagó varios millones de liras, para Reggiani se acabó el mundo brillante y despreocupado de las pasarelas, las compras, las cenas benéficas y las inauguraciones de exposiciones artísticas. Se abrieron, en cambio, las puertas del sexto brazo de la cárcel milanesa en la que, desde cuando fue condenada, en el año 1997, comparte celda con otras presas y pasa las horas cuidando de dos macetas y de un hurón. Al primero que tuvo, Bambi, lo colgaron de una litera sus compañeras.

El juez le propuso elegir entre trabajar en un gimnasio y en un restaurante. Reggiani rechazó la oferta, y prefirió quedarse en su pequeña habitación. Su abogado, Danilo Buongiorno, afirma que hay que respetar su decisión sin caer en la trampa de sarcasmos simplones. No es que doña Patrizia, gran animadora de la vida mundana de Milán, esté contenta entre rejas: "Mi clienta está abatida, sufre todavía por la operación cerebral que le fue realizada hace unos años y, además, la convivencia con sus compañeras de celda no es nada fácil". Efectivamente, muy bien no debe haberles caído si -como contaron los diarios- al entrar en prisión su primer comentario fue: "¡Ay de mí! ¡Si por lo menos pudiera maquillarme!".

Se murmura que en la época en que Reggiani preparó el asesinato de su marido, multimillonario y playboy incorregible, se gastaba 20 millones de liras al mes (unos 10.000 euros) en orquídeas. "Desde 2005, de todos modos, mi clienta goza de permisos para visitar a su anciana madre", explica Buongiorno. Reggiani sale 12 horas dos veces al mes. Un tiempo el que vuelve a vivir en el pasado: su madre reside junto a sus sirvientes en la lujosa mansión de cinco plantas que pertenecía a su marido y que heredaron sus dos hijas.

Son 12 horas cada 15 días. Lo que le basta del mundo a doña Patrizia, exseñora endiosada por el dinero y las fiestas de la rica burguesía. La vida fuera de la cárcel, la que le obliga a volver a empezar de cero y a percibir cómo aún quema el fracaso, aterra. Incluso si el sistema carcelario es tan inhumano y superpoblado como el italiano. Justo este fin de semana un recluso se suicidó en una prisión de Génova. Le faltaban dos meses para ser libre. En el mundo al revés, encerrado entre rejas, la libertad puede dar vértigo.

Patrizia Reggiani, en un juicio en 1998.
Patrizia Reggiani, en un juicio en 1998.LUCA BRUNO (AP)

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