Definitiva e incondicional
La creencia en que esta vez sí, los terroristas dejan las armas, no responde a los términos en los que redactaron su último comunicado, sino al contexto en el que se han visto forzados a publicarlo. La ampulosa ceremonia de la conferencia internacional fue tan solo el mecanismo para permitir que los pistoleros disfrazaran su renuncia definitiva a la violencia como un gesto voluntario, cuando la realidad es que hace tiempo que no pueden ejercerla. Y no pueden, no solo por la implacable presión policial y judicial, sino también porque un solo tiro, uno solo, arruinaría las expectativas de los abertzales, con los que se arriesgarían a la ruptura. Sin los abertzales a su lado, los pistoleros saben que se convertirían en una cuadrilla de asesinos sonámbulos, en un fenómeno de delincuencia residual.
El debate sobre el futuro de los presos etarras solo es urgente en la agenda de los terroristas
Como siempre que se alcanza un objetivo largamente deseado, y ver a los asesinos ejecutando la pirueta circense de presentar su derrota como generosa concesión lo era, la sensación que ha embargado a los partidos y a los ciudadanos es a la vez de satisfacción y de desconfianza. Más desconfianza en unos casos y más satisfacción en otros, pero, salvo ruidosas excepciones, nunca una de ambas sensaciones en estado puro. La razón de esta mezcla desasosegante habrá que buscarla, seguramente, en el hecho de que hasta ahora todo lo que ha sucedido, ha sucedido solo en el campo de quienes ejercían la violencia y quienes la jaleaban. Fueron ellos los que unilateralmente se declararon en guerra y ellos los que ahora declaran que la guerra ha terminado, también unilateralmente. Solo que entre una declaración y otra han dejado centenares de muertos por el camino, sobre los que pretenden no asumir otra responsabilidad que la que incumbe a los ejércitos que producen bajas y que sin embargo, llegada la paz, proceden al intercambio de prisioneros.
Más vale ir desengañándose de que alguna vez se convenzan de que la historia no ha sido así; y más vale ir haciéndolo porque para que se convenzan es necesario que asuman previamente que los crímenes que han perpetrado eran solo crímenes, lo que les condenaría a contemplarse durante el resto de sus días como asesinos, no como libertadores. Claro que a quienes han sido víctimas de sus crímenes, o a quienes han podido serlo, es decir, a todos los ciudadanos, les resultaría más reconfortante que fuera así. Pero, por desgracia, es un asunto que concierne a las conciencias, y exigir de un Estado, más si es un Estado democrático, que adopte medidas políticas para intervenir en las conciencias, incluso en las conciencias de quienes han perpetrado asesinatos, recuerda demasiado a lo que hacen regímenes como el que, por cierto, pretenden imponer los terroristas de ayer y sus herederos de hoy.
En lo que respecta a sus conciencias, no es el Estado el que debe responderles; son, somos los ciudadanos los que tenemos que hacerlo, hablando, escribiendo, recordándoles sin desmayo que su guerra no era guerra, sino crimen masivo y organizado.
Cuando, tras la publicación del comunicado, ha comenzado un debate sobre el futuro de los terroristas en prisión, condenados mediante un juicio justo y con garantías, se está cometiendo un error. Este debate solo es urgente en la agenda de los terroristas; en la del Estado hay asuntos que pasan por delante, como es el deber legal de cumplir los autos y resoluciones judiciales que exigen detener a los terroristas o seguir investigando aquellos de sus crímenes aún no esclarecidos y que no han prescrito. Renunciar a hacerlo sería tanto como considerar que, en su comunicado, los terroristas no solo han abandonado la violencia, sino que se han autoconcedido una amnistía. No se trata de reclamar que el Estado no sea generoso, sino de que lo sea de acuerdo con las prioridades de su propia agenda, no con las que le tratan de imponer los terroristas. ¿No es definitiva e incondicional su renuncia a la violencia? Pues tan definitiva e incondicional como la voluntad del Estado para, ante su renuncia, ser generoso.
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