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Paco y María

No sé si he afirmado en algún artículo anterior que estoy radicalmente en contra de la participación del espectador en el teatro. Discúlpenme si me repito, tras quince años de crónicas es normal que una saque a pasear de vez en cuando sus obsesiones, y la obsesión de que alguien me saca a un escenario sin que yo quiera es algo que me persigue hasta en sueños. Eso mismo le explicaba la otra noche a un muchacho que medio en bolas me acompañaba hasta mi asiento en un cabaré que daba en llamarse The hole en el viejo teatro Calderón (el que ahora se llama como una marca de helados). Le decía al muchacho, que era el acomodador pero no llevaba traje sino capa y taparrabos, "mira, yo no quiero que se me siente nadie encima". Viendo que me habían elegido un asiento nada más y nada menos que en el mismo escenario tuve que repetirlo con violencia y hasta dar mis credenciales, "las cronistas no podemos interactuar con los actores, te lo advierto". Una vez que me hube asegurado de que nadie se nos acercaría, ni a mí ni a mi hermana, que es una mujer mucho más decente que yo (dónde va a parar), me quedé casi tranquila. Después de tomarme un gin and tonic más tranquila todavía. Si estaba allí no era para ver tetas y culos, porque las tetas y los culos están a la orden del día, sino para reírme con Paco León, ese cómico español del que siempre me acuerdo cuando visito el Metropolitan, porque es idéntico a uno de los retratos de El Fayum, de cuando Egipto era provincia romana. Cada vez que pasamos delante del rostro del jovencillo de pómulos marcados, pelo acaracolado y ojos enormes de párpado almendrado, pensamos, mira, Paco León. Y nos lo decimos, "mira, Paco León". Se parece tanto a ese antiguo que da la impresión de que el joven egipcio va a echarse de pronto a reír y a decirnos, coño, que soy Paco. Y es que Paco es un clásico, un clásico del humor de todos los tiempos. El único que puede convencerme a mí de subirme a un escenario, como la otra noche, que me sentó en un butacón en primera línea, expuesta a que un bailarín me pusiera el culo en la nariz ?como así ocurrió?, aunque debo decir que yo reaccioné como Dios manda, poniendo la mano en uno de los cachetes escasillos del joven, que es una cosa que al público le da mucha risa. Y es que de todos es sabido que el gin and tonic despierta el ingenio. Paco León, el del Metropolitan, salió al escenario con una rata. Sí, con una rata. Con una rata gorda y de rabo largo puesta encima de una mesita alta. Paco le dedicaba un monólogo de amor a la rata. Cuando estaba terminando su declaración la rata hacía amagos de saltar al escenario y yo hacía amagos de saltar al patio de butacas. Nunca he tenido tan cerca una rata. Dejando a un lado las que se te cruzan por la calle en Nueva York o esas ratas blancas de ojos rojos que mi amigo Lorenzo estimula en su laboratorio de NYU, aunque dichas ratas están dentro de sus jaulitas, como debe de ser. Las ratas son más listas que el hambre. La rata de Paco León estaba amaestrada, por supuesto, pero además la jodía rata se había aprendido de memoria el monólogo, cosa de la que muchos columnistas del periódico seríamos incapaces (y hasta algunos actores), y por eso quería saltar, porque sabía que había llegado el momento de hacer mutis. Por fortuna, Paco se adelantaba al salto de la rata, la tomaba en sus brazos y la arrullaba. En el intermedio Paco se me acercó y me abrazó, con los mismos brazos y las mismas manos con que había abrazado a su rata. Sentí un escalofrío, a qué negarlo, pero pensé que una mujer que le dice a un hombre, "lávate las manos antes de tocarme", no merece ser amada. Paco dejaba esa misma noche el cabaré para irse a rodar un documental sobre su madre, su hermana, la actriz María León, y él. Esa madre tiene que tener mucho arte verbal para haber parido a dos cómicos tan grandes. Paco me lo ha dicho alguna vez, "mi madre habla con metáforas". El verano pasado conocí en persona a María León. María se parece también a uno de los personajes retratados en las tumbas de El Fayum: ojos enormes de párpado almendrado, pómulos marcados. La próxima vez que pase por delante de su retrato en el Metropolitan, diré, mira, María León. El otro día, además, la vi en La voz dormida, y aún tengo en mi memoria su presencia llena de gracia. No hay ahora mismo en el cine español una actriz tan guapa que al mismo tiempo sepa representar con ese encanto a una chica de pueblo: sin abaratar el lenguaje popular, sin hacerse la tonta, sin ser ordinaria, sin exagerar acentos. Ojalá que la vida le brinde papeles a su altura. No sé si la película está bien. Por suerte, no me dedico a la crítica de cine y hablo solo de lo que me gusta. Y lo que me gusta en esa película es lo que le pasa a ella. Solo por eso merece la pena pagar la entrada. Tampoco sé si me gustó el cabaré de la otra noche. Por suerte, no me dedico a la crítica teatral, pero solo por Paco mereció la pena compartir escenario con una rata. Bueno, y también me gustó una acróbata muy gorda vestida de Marilyn Monroe. Hay que ser muy poco sensible para no disfrutar viendo a una mujer muy gorda volando por los aires. Y hay que ser de hielo para no derretirse con esos dos clásicos, María y Paco, paridos por la misma madre.

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