Nocturno planetario con poeta al fondo
Casi se me atraganta el cerdo char siu que estaba degustando (sigo consumiendo comida china a pesar del Contagio de Soderbergh) cuando salieron en la tele nuestros principales príncipes bailándole el agua al señor Lara en el show anual de su compañía. No estaban solos: les acompañaban, entre otros ilustres, el matrimoni Mas, el señor Bono y una pequeña corte de prebostillos, algunos ya en el catálogo de la casa, y otros haciendo méritos para estarlo. Resulta chocante que miembros de la Casa Real (estos u otros) asistan con irritante frecuencia a la ceremonia de entrega de un premio que concede una empresa privada y cuya honradez ha sido repetidamente puesta en entredicho. Una cosa es acudir, en ocasiones señaladas, a respaldar una meritoria labor empresarial (incluida la de Planeta) y otra apuntarse casi por sistema a los bombardeos mediáticos del primer grupo editorial en lengua española (propietario también, vaya por Dios, de importantes medios de comunicación). Y conste que reconozco el esfuerzo que en las últimas convocatorias han realizado sus responsables para lavarle la cara a un galardón que -no hace falta repetirlo- es el mejor dotado de todos los premios no institucionales que se conceden en el mundo mundial. En cuanto a los royals, y ya puestos, hubiera sido más coherente (y simpático) que acudieran a la presentación de Yo, Cayetana (Espasa, Grupo Planeta): al fin y al cabo, la terrateniente favorita de nuestro imprevisible pueblo les cae más cercana que el presidente del grupo mediático. Por cierto que, en la página de créditos del libro de la duquesa, se puede leer en cuerpo menor "con la colaboración de Ana R. Cañil", una buena periodista que ha publicado varias novelas en el mismo sello que la señora Stuart y Silva. Lo constato porque espero que nadie, ni siquiera su flamante consorte enamorado, se haya imaginado nunca a nuestra más mediática aristócrata dándole al teclado del ordenador para cumplir los plazos de entrega.
Guinness
Sólo es una idea, pero quizás en la próxima edición del Guinness World Records (aquí también lo publica Planeta) podrían incorporarse, en el apartado correspondiente a "edición", algunas de las cifras de producción que publica el sector editorial, dado que también en ese aspecto somos un país desmesurado y proclive a los récords (incluido el de la cortedad de las tiradas medias). En la edición de 2012 de esa imprescindible biblia de sabiduría inútil, que tengo en el baño de mi casa y consulto casi cada día (gracias a Activia, aunque soy consciente de que nadie me ha solicitado tal dato autobiográfico), me entero de que el japonés Ryuho Okawa ha escrito (ojo: y publicado) en un solo año ¡52 libros!, situándose a la cabeza de su categoría. La verdad es que no creo que nuestros Corín Tellado o José Mallorquí le anduvieran muy a la zaga, pero hace tiempo que nos abandonaron. Por lo demás, me quedo fascinado por la hazaña de la ucrania Tatiana Dudzan, que colocó media docena de huevos en hueveras en sólo 42,60 segundos. ¿Su mérito?: lo hizo usando sólo los pies. A ver si Rajoy lo mejora.
Satisfacción
De mi (breve) época en Espasa conservo algunos buenos recuerdos, referidos a personas con las que trabajé, y una porción de malos, protagonizados casi todos por los que entonces imponían sus criterios en la histórica empresa, propiedad de Planeta desde principios de los noventa. Por aquellos días la industria editorial española -inmersa en un atrabiliario proceso de concentración- se pobló de managers y gestores empeñados en trasplantar a la edición métodos y rentabilidades más propias de otros sectores de la producción. El aterrizaje fue muy llamativo: de repente los editores comenzaron a despachar con responsables y gerentes que ya no hablaban de libros, sino de "producto", un término que en sus petulantes bocas constituía toda una declaración de intenciones. Algunos recién llegados -conocí a uno con grandes responsabilidades editoriales que había medrado como gestor en una famosa empresa dedicada a la fabricación de bayetas, y de quien se dudaba que hubiera leído libro alguno en el lustro anterior a su aterrizaje- actuaron como auténticos depredadores: ignoraban la historia del sello que les habían encargado "sanear" y desdeñaban todo lo que no engordara ipso facto la cuenta de resultados. Fue una época terrible en la que resultaba agotador defender ante intransigentes comisarios, protegidos por contratos blindados, libros que fueran, simplemente, excelentes. Entre los originales de los que me siento orgulloso de haber publicado entonces destaca Nada del otro mundo, un volumen de cuentos de Antonio Muñoz Molina que ahora reedita, casi veinte años después, Seix Barral, el sello más literario de Planeta. Recuerdo que Celia Torroja se ocupó con su proverbial minuciosidad de la edición de aquellos doce cuentos que daban una idea cabal de los registros de un narrador que ya había acreditado su madurez en El Jinete Polaco (1991; por cierto, Premio Planeta). Para esta edición, Muñoz Molina ha incorporado dos relatos más; uno de ellos, extenso y rigurosamente inédito, se llama 'El miedo de los niños', y es uno de los mejores cuentos que he leído en mucho tiempo. Transcurre entre Mágina y Madrid, en un lapso de casi cincuenta años. Es un mecanismo narrativo emocionante y perfecto, como a veces ocurre cuando alguien con talento y sabiduría convierte una epifanía en relato. Leyéndolo he revivido vicariamente la vieja satisfacción que siente todo editor cuando publica algo en cuya calidad cree firmemente. La única pega a la nueva edición tiene que ver con el continente: los de Seix Barral siguen empecinados en ahorrarse el chocolate del loro fresando los libros. Pero así es la vida.
Poeta
El poeta del título es Antonio Martínez Sarrión, del que Tusquets acaba de publicar un poemario excepcional de título polisémico, Farol de Saturno, que les recomiendo vivamente. A Sarrión, uno de los más sólidos poetas de lo que alguien llamó (equivocándose: algunos no lo eran tanto) "novísimos" y otro (también errando) "generación del 70", le van las pautas (una vez las escribió para conjurados) y los retratos oblicuos (e implacables) de grupo. Ahora, con su habitual retranca quevedesca, glosa en la primera parte de su libro los hábitos de los discípulos de Buda, una cofradía en la que milita hace tiempo. El poeta, que nunca sale de su casa "sin plantarme / mi escafandra de buzo" vuelve a mirar hacia adentro y hacia alrededor, en este tiempo en el que es "bien duro aprendizaje/ ese de estar callado". De nuevo, vanguardia y tradición asumidas en un proyecto personalísimo y en el que la ocasional ternura no resta fuerza a la diatriba moral y, a veces, al sarcasmo redentor. Leyéndolo me venían a la memoria imágenes del Goya más desencantado.
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