Un estruendo desde Nueva York
Las actuales manifestaciones masivas en Estados Unidos son una respuesta bastante tardía a la cultura de Wall Street, en la que los multimillonarios pagan menos impuestos que el chico de los recados
En el agitado otoño de Manhattan, con sus embotellamientos, el décimo aniversario del 11-S se observó de manera sombría y muy propia de Nueva York: es decir, sin presencia oficial de ninguna religión concreta. Después de la conmemoración, las reuniones de la ONU y la semana de la moda de Nueva York, de pronto llegaron las manifestaciones de Wall Street. Pero todavía permanece en mi memoria la clara mañana azul en la que me llamaron por teléfono desde EL PAÍS, después de que el tercer avión se estrellara contra el Pentágono, para pedirme que enviara un artículo antes de que las redes de Internet se cerraran. El aire tenía un olor acre y las calles se llenaron pronto de camiones del Ejército y gente que andaba tambaleándose sin destino concreto.
Nos ahogamos en la enfermedad del dinero porque hemos sido poco realistas con los bancos
La 'primavera árabe' da grandes esperanzas. Pero las conversaciones de paz siguen atascadas
Eso fue entonces. Ahora, Maxie, mi yorkie, no sabe que, antes de él, hubo otra perra -Amanda- que permaneció acurrucada bajo la cama durante semanas, desconcertada por el olor a muerte que inundaba la ciudad. La parte sur de Manhattan se ha reconstruido. El Lower East Side, en el extremo sureste, no lejos del World Trade Center y Wall Street, que en otro tiempo era nuestro barrio más pobre, presume hoy de elegantes rascacielos llenos de ángulos y acoge a los jóvenes modernos y a los que tienen dinero de sobra para arreglarse zonas del cuerpo con el fin de parecer jóvenes modernos.
En el plano internacional, entre quienes conocen bien Nueva York, existe un sentimiento de desánimo, la sensación de que las conversaciones de paz entre israelíes y palestinos continúan atascadas, sin que ninguna de las partes esté dispuesta a reconocer que lo importante no es ya la legitimidad moral, que ambas poseen en abundancia, sino encontrar algún tipo de tregua sobre el terreno. La primavera árabe nos dio -y nos da- grandes esperanzas, al escuchar las informaciones que llegaban a diario de regímenes corruptos que caían como fichas de dominó.
Nos impresionó en especial que la cuestión de Oriente Próximo se centrara, como debía, en los regímenes corruptos, y por tanto nos sentimos doblemente destrozados por el ataque contra la Embajada israelí. ¿Cuántos judíos viven todavía en El Cairo? ¿Un puñado? Pero este no es todavía el momento de que surja un Américo Castro en Egipto, no ha habido aún tiempo de que una nueva generación reflexione sobre lo que perdió El Cairo cuando los judíos dejaron de figurar entre los egipcios involucrados en la vida cultural egipcia. El discurso de la ministra española de Exteriores, Trinidad Jiménez, ante la ONU, muy del estilo de Américo Castro (sus comentarios sorprendieron y fueron muy bien recibidos aquí), subrayó las raíces históricas de España, árabes y judías, y el derecho de Israel a tener una patria, con lo que reconoció implícitamente lo que perdió España cuando expulsaron a esas dos extraordinarias culturas.
Muy bien. ¿Y qué podemos hacer? Estamos justo empezando a desentrañar los monumentales cambios producidos durante la primavera árabe, incluidos los ataques contra los coptos egipcios de los últimos días. Pero hay dos cosas que están claras: no es posible tener una economía globalizada en la que los bienes, el dinero y la mano de obra puedan circular en un mundo sin fronteras mientras que, por otra parte, a los pueblos, las culturas y las religiones se les castiga y se les empuja al exilio. Y no deberíamos codearnos con los países petroleros mientras las mujeres de esos países estén sometidas a flagelaciones medievales o cosas peores por el mero hecho de conducir un coche.
Dos amigas mías han hecho sendas películas sobre el trato brutal que reciben las mujeres: el documental Quest of Honor (En busca del honor), de Marianne Smothers Bruni (que fue finalista en su categoría para los Oscar) trata de la vida de las mujeres en Kurdistán, donde se llevan acabo asesinatos por honor, sobre todo en las zonas rurales. El rodaje supuso graves riesgos para Bruni, su equipo y las mujeres kurdas entrevistadas, algunas de las cuales tuvieron que pedir después asilo en Europa. Y esta semana comienza en la PBS (el canal de televisión pública) la extraordinaria serie en cinco capítulos Women, war & peace (Mujeres, guerra y paz), de mi amiga Pamela Hogan en colaboración con Abigail Disney y Gini Reticker, sobre las dificultades de las mujeres en Bosnia, Liberia, Afganistán y Colombia.
Mientras tanto, la protesta Ocupemos Wall Street se ha extendido desde Zuccotti Park, en el sur de Manhattan, cerca de la zona cero, a las grandes ciudades de todo el país. Se equivocan esos expertos (otros son entusiastas) que se quejan de que el movimiento de estudiantes, sindicalistas y gentes de todas las edades y profesiones carece de coherencia. En mi opinión, las manifestaciones masivas no son un estallido repentino, sino una respuesta bastante tardía a la cultura de Wall Street, en la que los multimillonarios pagan menos impuestos que el chico de los recados que les lleva su café con leche por las mañanas.
A pesar de las comparaciones que se están haciendo entre la depresión y recesión actual y la Gran Depresión, Estados Unidos es hoy un país muy diferente. Franklin D. Roosevelt tenía una extraña serie de ventajas: la Gran Depresión fue tan grave que no hubo más remedio que intentar resolverla a toda prisa, el país contaba con unos sindicatos fuertes... y todo el mundo iba al cine. La pobreza era el lenguaje narrativo de la época, y en las películas, ya presentaran a pobres campesinos o a refinados burgueses de la ciudad, los banqueros eran siempre los malos. Los buenos eran los pobres llenos de orgullo. Pero eran blancos, y es de suponer que protestantes.
En el siguiente periodo, el de las transformaciones después de la II Guerra Mundial, el movimiento de los derechos civiles, las protestas contra la guerra y el movimiento feminista ensombrecieron el interés por la simple pobreza -siempre eran otros los pobres-, los afroamericanos, los hispanos, las mujeres mayores, etcétera; y sus necesidades empezaron a definirse en el lenguaje del multiculturalismo, que culminó cuando Hillary y Obama se disputaron la candidatura a presidencia.
Antes de las últimas elecciones presidenciales, los grupos progresistas de mujeres nunca habían pensado en la posibilidad de que la primera mujer candidata pudiera ser alguien perteneciente a la extrema derecha del Tea Party, alguien como Sarah Palin. Y los fanáticos de Obama no comprendieron que la parte blanca de la herencia birracial de su candidato podía suscitar más antipatía que sus antecedentes kenianos en Tejas y otras partes del sur, donde existe aún un legado marginal de la guerra civil. (Yo debería haberme dado cuenta, porque viví en Tejas durante los turbulentos años anteriores al asesinato de Kennedy, cuando mi marido era profesor invitado de Derecho en la Universidad de Tejas). Para los tejanos del Tea Party, Obama encarna al norte "blanco" -la élite arrogante de Harvard y Washington-, mientras que, por su parte, nuestras arrogantes élites del norte no saben nada de nada del sur y el oeste de Tejas.
En los años veinte del siglo pasado, mi padre llegó a ser un próspero abogado y empresario de Nueva York. Tenía la anticuada opinión de que no había que ganar dinero con el dinero, que la forma de ganarlo era importante, así que no tenía acciones en Bolsa cuando se vino abajo Wall Street, y sus empresas siguieron yendo bien. Sin embargo, cuando me hice mayor, él siempre insistía en que, cuando saliera con un chico a cenar, pidiera el plato más barato del menú. "No quiero que tu cena le cueste a un joven la mitad de su sueldo semanal", advertía. Su frase favorita era: "El dinero es una realidad, no una enfermedad".
En las últimas décadas hemos sido poco realistas con los bancos y Wall Street y por eso estamos ahogándonos en la enfermedad del dinero. Que sigan las protestas en las ciudades de Estados Unidos. El lenguaje perfecto para describirlas llegará después.
Barbara Probst Solomon es periodista y escritora estadounidense. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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