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Encuentros entre víctimas y terroristas

La verdad se erige como una de las necesidades más importantes de la persona que ha sufrido un delito extremadamente grave. No se agota en lo descrito como hechos probados en la sentencia de condena al culpable, pero gracias a esta se permite establecer el reconocimiento formal y público del crimen, así como etiquetar jurídica y socialmente a cada partícipe. Es el tiempo de la necesaria justicia formal.

La paz necesita, además, otra verdad más totalizadora, personal, emocional y profunda, expresada ante la víctima por un actor concreto: el terrorista causante de sufrimiento injusto e inútil. La coincidencia de víctima y terrorista en el mismo espacio no es sencilla, pero existe un método: encuentros y diálogos restaurativos o, expresado sintéticamente, en la denominación convencionalmente admitida, mediación autor-víctima. Supone un proceso de comunicación que descansa sobre la responsabilidad y la autonomía de los participantes, basados en la vivencia del otro, la comunicación, la reciprocidad y la humanidad compartida.

Aquel que ha sufrido un delito grave necesita algo más que la condena del culpable
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Perdonar no supone cambiar la opinión sobre la deuda jurídica del culpable

La entrada del terrorista en el proceso no puede ser de cualquier manera ni en cualquier momento. Es necesario un tiempo, que transita entre la obcecación con unas ideas y el seguidismo de unos métodos violentos e infames en el momento del crimen y el que le permite llegar a un punto de crecimiento personal y maduración humana para hacerse cargo de su propia responsabilidad generada por el grave daño causado, acallando las voces autoexplicativas y exculpatorias. Sabremos que el agresor, condenado y cumpliendo la pena, está en ese tiempo cuando haya abandonado emocional y formalmente el grupo criminal en el que cometió terribles delitos; cuando pueda calificar los hechos como atrocidades sin sentido; cuando sea capaz de sentir que no sirvió para nada, solo para destruir vidas, incluida, quizás, la propia; cuando recorra el camino inverso que le condujo al crimen: cuando devuelva a la víctima el rostro de ser humano que un día le negó cuando la cosificó como mecanismo de autodefensa para agredirla brutalmente. Esta experiencia vital aparece con frecuencia tras el cumplimiento de varios años de cárcel. Los muros penitenciarios llenan su tiempo de soledad, duda y cuestionamientos radicales en la búsqueda del sentido de la vida; el encuentro con la propia humanidad rota y la de otros permite el cambio. Esta verdad, mucho más palpable y real para las personas que la derivada del proceso judicial, una vez expresada, posibilita devolver a la víctima y sus familiares la parte del reconocimiento del que aún se encuentran terriblemente faltos: el de quien con sus manos arrancó una vida y cambió terriblemente la de los familiares.

Quien ha sido víctima también necesita su tiempo vital; puede no coincidir con el judicial, ni con el político, ni con el social. Es un tiempo de libertad para participar en un diálogo, sin ningún tipo de presión. Tiene que estar preparada para escuchar la verdad relatada no por terceros sino por el agresor.Verdad desnuda y honesta (sincera) que le responda a las preguntas que nadie pudo ni supo contestar; verdad que le ayude a conocer, si lo necesita, los más precisos detalles del crimen sufrido; las más íntimas motivaciones personales del agresor, su pensamiento el día de los hechos, el proceso de su selección como objetivo, la condena sufrida, su ser actual, etcétera. La víctima tiene que estar preparada para expresarse, enfrentando la mirada del agresor que en ese diálogo se encuentra desprovista ya de la careta de la indiferencia con la que siempre cubrió su rostro. Ese poder para manifestar, bien directamente a través de la palabra dicha, bien a través de la palabra escrita, las consecuencias emocionales, sociales, laborales y físicas, propias y de la familia que ha sufrido puede, además de suponer una liberación para quien lo expresa, permitir al agresor, desde su atenta y respetuosa escucha, un proceso de reflexión moral.

Esta verdad constituye para algunas víctimas el final de un proceso, hasta entonces incompleto, de reconocimientos personales, familiares, jurídicos, políticos y colectivos. Un recorrido en el que faltaba un reconocimiento personal más íntimo que no se puede suplir por ningún otro. Con él la víctima tiene todos los elementos y datos para iniciar o continuar su proceso de desetiquetamiento, seguir cerrando sanamente su duelo y, quizás, si absolutamente libre, quiere y puede perdonar, para continuar la vida sin un muro hasta entonces infranqueable. Hay experiencias reales de cómo esta verdad desanuda el vínculo que une al agresor y a la víctima; se trata de ataduras emocionales tan profundas que se mantienen a pesar de que el Estado y los tribunales hayan intervenido y se esté expiando el crimen con años de prisión. Pero perdonar no supone cambiar la opinión sobre la deuda jurídica del culpable, ni defender su inocencia, ni esperar su impunidad; el veredicto formal de condena permanece y la culpa personal también. El perdón tampoco es el objetivo de los encuentros restaurativos; perdonar es un poder y un privilegio absolutamente libre exclusivamente en manos de la víctima.

¿Por qué iba la víctima a querer participar en este escenario de doloroso cambio? Conscientes de que existirá un amplio espectro de motivaciones personales, la más fuerte reside probablemente en el reconocimiento de que una vida anclada en hechos terribles del pasado constituye una hipoteca perpetua para el futuro. Un planteamiento basado exclusivamente en el infinito deseo de venganza, enrocado en una imposible marcha atrás en el tiempo será siempre incapaz de compensar el daño causado. Vivir apegado al dolor y en el recuerdo permanente de la agresión injusta, siendo muy legítimo, es algo que no debería condicionar el proceso vital de ningún ser humano. Por eso, la participación para la víctima puede basarse en el intento de lograr equilibrio personal y un cierto grado de serenidad en la vida, además de la responsabilidad ética que se puede sentir en la colaboración por la paz en un nivel ciudadano. No implica olvidar el pasado, pero sí poder calmar su parte más dolorosa y paralizante.

Francisca Lozano es psicóloga y mediadora. Firman también este artículo: Concha Sáez, secretaria judicial; Margarita Martínez Escamilla, catedrática de Derecho Penal de la UCM, y Eduardo Santos, abogado, mediador y profesor de la UPNA.

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