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LA COLUMNA
Columna
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La gran rapiña

Esto no va de los famosos mercados que con su mano invisible gobiernan nuestras vidas, esos mercados sin rostro, tantas veces invocados para ocultar las manos bien visibles de quienes se llevan el dinero. Esto va de personas de carne y hueso, hombres y mujeres sin diferencia de género que en los tiempos de la gran expansión inmobiliaria se transformaron en nueva clase dirigente y hasta en nueva clase dominante en algunas de las Comunidades Autónomas -ejemplarmente, en la Valenciana- forjadas en los últimos 30 años.

Su campo de operaciones no traspasa los límites de sus territorios regionales; no son, ni han pretendido ser, una clase dirigente de ámbito estatal. Pero lo limitado de su poder en términos de extensión se volvía ilimitado en términos de intensidad. En sus feudos nadie podía meter las narices, pues ellos y ellas disponían de todo el poder político, conseguido a base de mayorías absolutas en las urnas; eran fuertes además en poder cultural, con recursos sobrados para construir grandes ciudades de la luz, del progreso y de la modernidad; y para colmo, manejaban a placer el poder económico y financiero gracias al control de las Cajas, en otro tiempo depositarias del ahorro familiar y de las pequeñas empresas.

Los mecanismos de consolidación de esta nueva clase repiten a gran escala los de oligarquía y caciquismo de los tiempos de la Restauración: el poder político dispone de mayoría en los consejos de administración de las Cajas; los consejeros obtienen, por serlo, créditos a los que con un simpático eufemismo se llama blandos, o sea, sin interés o con un interés por debajo del mercado; abducidos por los créditos irregularmente obtenidos y por las sabrosas dietas de asistencia a los consejos, los consejeros aprueban remuneraciones de todo tipo -sueldos, indemnizaciones, privilegios- a los directivos y mantienen sus lindas bocas cerradas ante todo género de tropelías. Los directivos, por su parte, forrados de dinero, aprueban para los empleados remuneraciones extra con sabor de antiguo régimen, la mesada, por ejemplo, ese regalo de boda para el fomento de matrimonios endogámicos.

Así -y con el complemento de las redes de corrupción ya conocidas- es como se ha ido formando en la Comunidad Valenciana una auténtica oligarquía político-económico-financiera en la que los límites de lo privado y lo público no existen, o mejor, han sido borrados a conciencia no solo por la clase política sino por esos miembros -y miembras- de la sociedad civil que han logrado consolidar un entramado de intereses comunes, a resguardo de miradas ajenas. No se sabe de ningún representante de las administraciones, de los impositores ni de los empleados que haya elevado la voz para denunciar esta perversa mezcolanza de interés. Los líderes sindicales, que exigen airados las dimisiones de rigor, no fueron tan diligentes a la hora de aleccionar a los representantes de los sindicatos en los consejos de administración de las Cajas para que denunciaran el cúmulo de irregularidades destapadas ahora por la intervención del Estado. Ningún sindicalista miembro de ningún consejo de administración ha denunciado, que se sepa, ninguna irregularidad.

De ellas, las que han provocado mayor escándalo son las millonarias indemnizaciones que se han autoasignado los directivos de la CAM, sin que nadie haya dicho ni pío. Escándalo por el carácter de auténtica rapiña, de trinca el dinero y corre, que luce en esos millones conseguidos tras haber llevado a sus entidades a la ruina. Nadie con la antigüedad en el empleo ni con la edad de la señora Amorós ha creado riqueza suficiente para garantizarse de por vida una renta anual de 370.000 euros, más de 1.000 euros al día en cada día de toda la vida que le queda por delante. Pero es el caso que Amorós no solo no ha creado riqueza sino que ha contribuido a su destrucción: en los seis primeros meses de este año, la entidad de la que era directora general ha perdido 1.136 millones de euros. Que una directora general tan eficiente en la destrucción de riqueza pueda asignarse semejante renta no sería posible si no formara parte de un entramado de amigos que se sostienen unos a otros al modo de una oligarquía de socorros mutuos.

El final de esta historia es que esa nueva clase dirigente, después de llevar a la ruina a la CAM, se ha garantizado un futuro en el que cada mañanita despierta al dulce canto de 1.000 euros. Mil euros, un sueldo mensual que para sí quisieran cinco millones de españoles enfrentados cada mañana a otro día más en el paro.

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