Sin luz ni taquígrafos
El presidente Alberto Fabra, equipado de buena fe, sin duda, pero un tanto pardillo, prometió abrir puertas y ventanas en su Gobierno para airear -suponemos- los muchos años de opacidad y trapicheos que han agusanado la gestión de su predecesor en la molt honorable poltrona. Tan alentadora iniciativa propiciaba la restauración del diálogo con la desdeñada oposición y, obviamente, el comienzo de una nueva etapa que pusiera fin a este largo periodo de democracia devaluada e incluso en estado de emergencia, como ha sido descrita. Sin embargo, no hemos tenido que esperar mucho para comprobar que tanto la aludida promesa como su interpretación estuvieron condicionadas por la confusión de los deseos de normalidad con la realidad terca de un PP arrogante, agusanado por la corrupción y a la defensiva.
Esta semana hemos tenido ocasión de verificar esa conclusión a propósito de las sesiones de control celebradas en las Cortes Valencianas, así como de las frustrantes respuestas por escrito con que el Gobierno ha pretendido atender las peticiones de los grupos de la oposición. De una y de otras se desprende una conclusión: el PP sigue enrocado en su negativa a investigar los escándalos Gürtel y Brugal, así como a proporcionar a los grupos aludidos los documentos que se le han requerido hasta la saciedad y a cuya entrega viene obligado por ley y media docena de sentencias de los tribunales, incluido el Constitucional. Ni caso. El PP se pasa por el arco esas resoluciones o las tramita mediante un paripé. Más de 1.500 peticiones -o la mitad, ¿qué más da?- de información formuladas por Compromís fueron diligenciadas mediante un solo folio. El rodillo de la mayoría absoluta ha venido roturando cualquier iniciativa y reduciendo la democracia a su expresión más arbitraria.
No obstante esta política de ocultación y opacidad, de los datos y hechos parcialmente divulgados se desprende lo que ha sido santo y seña de estas últimas legislaturas: que la trampa y la ilegalidad administrativas han sido una práctica habitual. Se fraccionan los contratos, se trastruecan fechas y plazos, se trafica con información e influencias y, en suma, se da cancha al privilegio y al soborno. Y lo más grave no es solo que estas corruptelas hayan prosperado hasta el paroxismo bajo el Gobierno del PP, sino que socialmente gocen de la indulgencia de la feligresía popular, por no hablar de la complicidad del partido que tácitamente ampara este latrocinio. No es, pues, extraño que la voluntad aperturista del jefe del Consell haya chocado con esa escollera de ocultismo y presuntos culpables contra la que se vienen estrellando las acometidas de la oposición.
Ante tan deprimente panorama vemos muy pocas soluciones. La más eficaz a nuestro entender consistiría en que se produjese un cambio electoral y que la izquierda, incluido el PSOE, gobernase la Comunidad. Es un toque de utopía, claro. La segunda, que los delitos de corrupción que implicasen a políticos en ejercicio tuviesen el privilegio de la celeridad judicial y un acentuado rigor penal. Por pedir que no quede. Y después, que los funcionarios se armasen de dignidad para denunciar las trapisondas ilegales que ahora se ven obligados a gestionar. De otro modo, a falta de luz y taquígrafos, seguirá luciendo este universo de golfos y golfas que han convertido la política en mercadeo e incluso se ríen en nuestras barbas desde los escaños parlamentarios y altos chollos corporativos.