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Columna
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La que se va a armar

El otro día sale en una tele un tipo de estos del pensamiento positivo (sonrisa fija cueste lo que cueste, gafas de mucha marca, una mirada que se diría fijada con gomina y que sugiere con más tenacidad que acierto que aquí no pasa nada) largando una ignominia tras otra sobre el paro, insistiendo que lo peor que puede hacer el parado es reconocer que es un parado, en lugar de dejarse mecer por ensoñaciones diversas acerca de su espléndido futuro a poco que se lo proponga y se decida a considerar que hoy empieza el primer día de otra nueva vida, que como no sea la del parado somniatruites no sé yo qué otra puede ser. Ese monstruo del optimismo sonriente (¿recuerdan: estar alegres para hacer felices a los demás?) podía haber entrevistado a una pobre señora de Barcelona, que salió también en los medios por esos días, con un riñón hecho polvo y con riesgo de padecer una sepsis generalizada a corto plazo, a la que le habían postergado la intervención por aquello de la contracción de las listas de espera y a la que, además, medio inválida como se encuentra, han despedido del trabajo debido a la frecuencia de sus visitas médicas. Ahí podría haberse lucido ese pollo del estúpido optimismo militante, convenciendo a la pobre mujer de que rebosara de alegría ya que a lo mejor era el primer día en su vida que podía perder un riñón sin el menor esfuerzo, de manera que comenzaba, en el supuesto de que le acompañara la suerte, una nueva vida.

Estos profesionales del optimismo idiota son, a mi modo de ver, el correlato exacto de esos políticos pendencieros y otros banqueros de lo infinito, sus compinches, los encargados de curar el cáncer con polvos de talco, los que aseguran que no hay nada que no tenga remedio absteniéndose muy precisamente de indicar cuál puede ser. Y lejos de levantar el ánimo de los millones de desgraciados de este pobre país los hunden en la más negra de las miserias, ya que contribuyen a que se vean no solo como parados sino además como parados sin empuje ni optimismo. Algo parecido, y no es demagogia, puede decirse sobre las familias desahuciadas por los bancos. Ahí quisiera yo ver, en el preciso instante en que los inquilinos se convierten en sin techo y sacan sus pocas pertenencias a la calle controlados por la policía, a esos cantamañanas de postín y misioneros de la nada asegurando a los desgraciados, bebés incluidos, que no se mosqueen ni se turben ni se desesperen, porque han de saber que ahora comienza otro episodio de alegre grandeza en sus vidas. ¿Cuánto ahorra o gana o roba un banco con la media estadística de cada uno de sus desahucios? ¿Cien mil euros? ¿Y cuánto pierde la sociedad con esos cuatro o seis miembros de una familia ya sin optimismo sensato que se ven en la puta calle y sin posibilidad de reingresar en el juego de los mercados para recomenzar la rueda infernal?

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