Una de Amor
"Sospecho que todos los enamorados somos el mismo idiota", me dijo el cantante Aznavour un viernes de marzo de los 60. Comparto la opinión, pero que nadie se alarme. No voy a hablarles de la envidiable estulticia de los enamorados ni del, siempre sospechoso, amor a La Humanidad, sino del incomprensible amor de un árbitro por su ingrata profesión. Para colmo, se llamaba Amor. Yo le conocí y todavía me enternece recordarlo. Tenía cara de luna asustada y traje de noche sin estrellas. Como los curas y los empleados de pompas fúnebres, los árbitros vestían en aquellos tiempos de riguroso luto. Los de categoría regional cobraban 250 pesetas por partido. Bueno, en realidad, solo 200 porque el Colegio Arbitral se quedaba 50.
"¡Me la han tirado!". Cogió el delegado la botella y preguntó al árbitro: "¿Le dieron?". "No". "¡Pues tome botellazo!"
Un nefasto domingo de noviembre de 1961, bajo lluvia de piedras y amenaza de palos, el señor Amor arbitró el encuentro Prat-Pueblo Seco y, al sentirse en peligro y desamparado, urdió una estratagema para salvar el pellejo y consiguió salir ileso. Pero se le impuso una sanción que podría significar el final de su carrera.
Me llamó a mí para que defendiera su caso y empecé por entrevistarme con un tal Vila Cardona, mandamás de la Federación Catalana. Investido de la autoridad que el cargo le confería, me informó de lo que yo ya sabía: "Durante el encuentro en El Prat de Llobregat, el señor Amor, intimidado por la actitud del público, la conducta de los jugadores locales y las palabras conminatorias del delegado de campo, suspendió el partido a los 15 minutos del segundo tiempo. Pero no tuvo el valor de dar a conocer su decisión y, para no afrontar las consecuencias, engañó a todos. Dejó que el juego prosiguiese, favoreciendo con su arbitraje al equipo local hasta lograr que remontara ficticiamente el resultado adverso".
Le pregunté por las palabras que el delegado de campo había dirigido al colegiado. "Según el acta", admitió a regañadientes, "el delegado de campo advirtió al señor Amor de que él no le garantizaba el orden, ni entre el público ni entre los jugadores, y que la fuerza pública tampoco se haría cargo de su seguridad y que tenía merecido lo que le pudiera pasar". "¿No era esa una razón suficiente para justificar lo que el señor Amor hizo, preservando así no solo su integridad física, sino evitando también desmanes mayores?", argüí. "No", rebatió mi interlocutor, "porque recurrió al engaño con inexcusable cobardía", y adoptando ínfulas castrenses sentenció: "El señor Amor debe ser castigado como cualquier militar que huye ante el enemigo".
Para colmo, según el Presidente del equipo local, el partido había transcurrido con absoluta normalidad y nadie había tirado una sola piedra. "¡Cómo se ve que las piedras no iban dirigidas al señor Presidente!", gimió compungido el árbitro Amor. "Había una pareja de la Guardia Civil a cinco metros de usted", le hice observar; "¿por qué no recurrió a la fuerza pública?". "Porque ellos también me estaban insultando", adujo. No voy a pormenorizar aquí los argumentos con los que conseguí evitar que el soldado Amor fuera fusilado, pero quizás publique otro día el acta que redactó a modo de testamento.
Amor tenía mujer y un hijo del que, orgulloso, me enseñó la foto. Al despedirnos, le hice la pregunta más pertinente que jamás haya formulado: "¿Y usted por qué quiere seguir jugándose la vida por 200 pesetas?" En concordancia con su apellido, me respondió: "Por amor. Por amor a mi profesión".
Le deseé suerte, no sin antes recordarle que hay amores que matan y, con intenciones tan preventivas como disuasorias, le conté una anécdota que parece de mentira y pasó de verdad, aunque sucediera en Sevilla. En el transcurso de un partido, un árbitro anuló un gol y pitó un penalti. La concurrencia manifestó su discrepancia lanzando objetos volantes no identificados. Tras interrumpir el encuentro, el árbitro se dirigió al delegado de campo esgrimiendo una botella de Anís de la Asturiana: "¡Mire lo que me han tirado!". El delegado cogió la botella y preguntó: "¿Le dieron?". El árbitro dijo que no. "¡Pues tome!", y el delegado le asestó en la nuca el botellazo.
Así he querido, de golpe y porrazo, homenajear a unos profesionales, casi siempre denostados o vapuleados, que incluso se exponen a morir por amor a su profesión cuando, en determinadas circunstancias, olvidan utilizar a tiempo el don de la invisibilidad.
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