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Columna
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Trauma capital

Molesta que Sevilla sea la capital de Andalucía, incluso a los que se precian de que Sevilla sea la capital. Al alcalde sevillano, Juan Ignacio Zoido, del PP, le molesta que Sevilla no cobre por ser la capital, sentimiento que comparte con su predecesor socialista en el cargo. Zoido le escribió a principios de mes una carta al presidente de la Junta, pidiendo dinero para solventar los problemas de su ciudad, los que agobian a todas las grandes ciudades: el transporte, las escuelas, las miserias del extrarradio, el hecho mismo y maldito de ser la capital de Andalucía, centro de las instituciones. El alcalde quiere una Ley de Capitalidad que le reconozca a Sevilla derechos económicos.

Para Zoido ser capital entraña una carga extraordinaria. Hay que albergar a miles de funcionarios regionales y nacionales, el Parlamento, el Consejo de Gobierno, la presidencia, las consejerías de la Junta, las delegaciones del Gobierno nacional, las redes y subredes de las empresas públicas. Supongo que en los locales comerciales que ocupan las oficinas del Estado el alcalde echa de menos negocios más productivos, como si la burocracia institucional no fuera la primera industria de la región. Quiere que la Junta subvencione la capitalidad de Sevilla, quizá porque recibir subvenciones de la Junta es o fue un sueño muy difundido entre artistas y empresarios. Pero el alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, compañero de Zoido en el Partido Popular, no sólo niega que ser la capital de Andalucía pese. Todo lo contrario: además de ser un honor y un privilegio, es una fuente de ventajas económicas. De la Torre ha sugerido que pagaría por que la capital fuera Málaga.

Muchos de los que sufren el trauma de que Sevilla sea la capital y encima quiera cobrar por serlo tienen asumida inconscientemente la capitalidad sentimental sevillana. La radio y la televisión oficiales han propagado durante años modos sevillanos de hablar, de divertirse y de santificar las fiestas, aunque, al mismo tiempo, ese sevillanismo vehemente e imperativo resultara contraproducente y acabara convirtiéndose en un incordio bastante generalizado. El caso es que Sevilla no sólo es capital porque la hayan nombrado capital legítima a través del Estatuto de Andalucía. Con verdadera voluntad política la han ido haciendo capital, es decir, lo que siempre se ha entendido por eso: el centro de su universo. Y las relaciones entre el centro y la periferia siempre han supuesto algún tipo de acomplejamiento mutuo.

No sólo se trata de que, como dice el Estatuto, Sevilla sea el centro de las instituciones. En el momento culminante de la construcción de la Andalucía autonómica, entre finales de los años ochenta y 1992, ferrovías y carreteras crecieron en torno a Sevilla, núcleo de la nueva unidad política. Había que conectar la nueva capital con Madrid y Europa, y transformarla en el centro del tráfico regional. La Autovía de Andalucía y la Autovía del 92 sirvieron para consolidar la capitalidad floreciente de Sevilla. Moverse entre las distintas provincias de la región continuó siendo una aventura difícil, y la costa, a pesar de sus posibilidades económicas y de sus necesidades viarias, no ha dejado de exigirle al viajero esfuerzos épicos: llegar a Cádiz desde Almería no requiere menos empeño que una expedición a San Petersburgo.

Ser el centro de todas las comunicaciones, centro del mundo, nuevo Madrid regional, supone una forma muy especial de aislamiento, de distanciamiento. He percibido en algunos sevillanos un desapego hacia la gente de otras provincias andaluzas muy semejante al que algunos habitantes de esas provincias sienten hacia los sevillanos. Estas distancias quizá sean el mayor signo de que se ha alcanzado una gran unidad regional. Las familias son fábricas de desafecto y resentimiento entre sus miembros.

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