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Columna
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El punto culminante de la victoria

Los mayores de la clase recordarán que, apenas recuperados de las angustias del golpe del 23 de febrero de 1981, empezó a quedar claro cómo el Partido Socialista ganaría las elecciones. En la primavera de 1982 estaba ya fuera de discusión su victoria y la cuestión a debatir se reducía a cuáles serían sus aliados preferidos, si estarían a la izquierda o en el centro. Pero, según avanzaba el calendario, el interés por averiguar las alianzas decaía porque todos empezaban a coincidir en que serían innecesarias. El Partido Socialista parecía tener garantizada la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados. Luego, aconsejado por Pío Cabanillas, el presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, en pleno agosto, convocó las elecciones para el 28 de octubre de 1982. En ese momento, las urnas se pronunciaron con rotundidad. Los socialistas obtuvieron 202 escaños, una cifra nunca igualada.

Otra vez los más pobres, sin los que es imposible ganar elecciones, parecen dispuestos a votar al PP

Ahora, según avanza la marea, se han ido modificando los pronósticos. Primero se discutía de qué lado caería la victoria. Después, si la victoria del PP llegaría a ser por mayoría absoluta. El paso siguiente situaba el debate en la magnitud de ese absoluto, si llegaría a igualar o superaría la marca de Felipe González en el 82. Ahora, la incógnita parece situarse en si llegarán a sumar los 210 diputados, que supondrían los 3/5 del total de 350 diputados que integran la Cámara. Una proporción clave porque es el quórum reforzado que exige la Constitución, en la que nos movemos y somos, y algunas Leyes Orgánicas que la desarrollan, para la designación por el Congreso de los miembros del Tribunal Constitucional, del Consejo del Poder Judicial, del presidente de Radio Televisión Española y de los componentes de otras agencias reguladoras como la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la de la Energía, la de las Telecomunicaciones y la del súrsum corda.

Como dicen los profesores del ramo, la voluntad del Constituyente, al establecer ese quórum reforzado por encima de la mayoría absoluta, era la de vacunar al partido ganador frente a cualquier veleidad o sectarismo. Obligar al victorioso, haciéndole necesario el pacto con otras fuerzas políticas del arco parlamentario para tomar decisiones o proceder a nombramientos relevantes. Evitar esa temible actitud del stravincere que dicen los italianos. En definitiva, defender al triunfador de sí mismo. Establecer lo que Carlos Clausewitz llamaba el punto culminante de la victoria, más allá del cual la explotación del éxito cambia de signo y deriva hacia el desastre. Se trata de salvar al ganador de la desorientación que produce la ausencia de esos límites que tanto ayudan a la racionalidad. Porque ese mar sin orillas, esa victoria oceánica, como los sueños de la razón de los dibujos de Goya, produce monstruos.

En los tiempos de doña Carmen Polo de Franco -montañas nevadas, collares al viento-, se hablaba de la ola de erotismo que nos invadía procedente de Europa y amenazaba nuestra condición de reserva espiritual de Occidente, con suecas y francesas dejándose ver por las playas. Ahora, la onda que nos alcanza tiene fecha de llegada en el 20 de noviembre. Podría llegar a ser de tamaño tsunami y de procedencia popular. Por razones que en otro momento analizaremos -donde se suman errores intransferibles, frivolidades gratuitas, circunstancias obligadas, movimientos sísmicos, erupciones volcánicas, cambios climáticos, ciclos económicos, pensamientos únicos y avalanchas mediáticas-, otra vez los más desfavorecidos, sin cuyo concurso es imposible ganar unas elecciones, parecen dispuestos a entregar su voto a la derecha. Su comportamiento en las urnas parece abstraerse de la situación precaria en que están inmersos para responder a otra lógica, la de potenciales millonarios. Se confirma la grave dificultad que tienen los pobres para votar a la izquierda, como señala desde hace años un magistrado del Supremo.

Los socialistas la intuyeron. De ahí que, encabezados por el secretario general del Partido Socialista de Madrid, Tomás Gómez, buscaran el aplauso de los suyos adelantándose a los populares a la hora de proponer, por ejemplo, la supresión del impuesto sobre el patrimonio. Luego vinieron las elecciones locales y autonómicas del 22 de mayo, que reflejaron bien el cambio del rosa al amarillo en los cinturones rojos circundantes de los núcleos burgueses de las grandes ciudades. Ahí está el contingente que se dispone ahora a encumbrar a los candidatos del PP, quienes reservan todas sus atenciones hacia los más ricos. Porque los votantes del próximo 20 de noviembre piensan que algún día se inscribirán entre ellos.

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