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EL CÓRNER INGLÉS | FÚTBOL
Columna
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Los palos del destino

- "No hay genio sin un grano de locura". -Aristóteles.

La afición barcelonista pide la cabeza de Pep Guardiola. ¡Está destruyendo el club! ¡Ha enloquecido! Gracias por todo -sí, claro que sí-, pero ¡que se vaya ya! Difícil de imaginar, por supuesto, pero habría sido igual de difícil creer hace seis años o incluso seis meses que tantos fans del Arsenal estarían tan unidos hoy (una encuesta, esta semana, lo demuestra) en su deseo de que Arsène Wenger contemple seriamente la posibilidad de cambiar de aires.

La llegada del francés como entrenador, en 1996, significó una revolución para el club londinense. Dejó de ser un equipo férreo y aburrido, imagen que arrastraba hacía décadas, y se convirtió no solo en el que mejor jugaba al fútbol en las Islas, el que más placer daba a los ojos, sino en una máquina de cosechar títulos. Nunca la afición se había sentido más feliz o más orgullosa. Trajo a grandísimos jugadores -a Bergkamp, Vieira, Henry, Cesc- y las gradas del estadio de Highbury vivieron una fiesta. Wenger no era Wenger: era san Arsène. Y, encima, a diferencia de la gran mayoría de los entrenadores ingleses, era distinguido, elegante, sofisticado, sabio. Codiciado por el Madrid y el Barcelona, poseía la erudición de un profesor universitario y la presencia de un líder mundial.

A diferencia de Wenger, Guardiola reconoce que los jugadores de que dispone son "irrepetibles"

Hoy uno lo ve en el banquillo -por ejemplo, hace un par de semanas, cuando el Arsenal perdió por 8-2 contra el Manchester United- y saltan a la mente imágenes del actor Anthony Perkins en la película Psicosis. Ayer ganó el Arsenal, por la mínima y jugando mal, al recién ascendido Swansea, pero solo ha conseguido cuatro puntos en cuatro partidos esta temporada -está a ocho del Manchester City- y ya está bastante claro que su aspiración máxima será acabar el cuarto en la Liga.

¿Qué pasó? Pues, en parte, lo que les pasa con previsible frecuencia a los seres humanos cuando permanecen en posiciones de poder o protagonismo durante mucho tiempo, como les pasa a los gobernantes cuando ganan un par de elecciones seguidas o como les pasa a los columnistas cuando son incapaces de ver que ha llegado el momento de dejar de compartir con el mundo sus perspicaces opiniones. Se convencen de que son imprescindibles, de que su verdad es la única verdad, de que sin ellos el sol dejará de salir y los mares inundarán la tierra.

En el caso de Wenger, se erigió en líder único de una guerra ideológica contra aquellos clubes convencidos de que la gloria se puede comprar. Desdeñando el término medio, posicionándose en el extremo más opuesto de la visión representada hoy por el Manchester City, él iba a seguir fiel a sus raíces: fichar barato y fichar joven, forjar jugadores capaces de mantener la fórmula que tantos triunfos le dio durante la primera mitad de sus 15 años en el Arsenal. Pero fue víctima de su propio éxito. Y también, de su orgullo.

Subestimó el factor suerte, el hecho de que cuando llegó al Arsenal heredó una potentísima defensa, no fácilmente replicable; o que, por que tuviera buen ojo al fichar a Vieira y Henry, no siempre lo iba a seguir teniendo. Wenger, que no deja de ser una figura cuya aportación al fútbol inglés pasará a la historia, no acabó de ver eso. Pensó que podía imponer temporada tras temporada su personalidad y sus ideas en el campo.

Guardiola sí que parece entenderlo. Tiene la sana humildad de reconocer que los jugadores de los que dispone son, dice, "irrepetibles". Por eso lo más seguro es que se vaya mucho antes de que surja la posibilidad de que le caigan palos, destino casi inevitable incluso para el entrenador más grande.

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