El tablero de la Parca
Sabemos poco de la muerte: no de las mil maneras de morir, sino de la muerte. Y, sin embargo, entre las pocas cosas que conocemos por relatos y pinturas de muy diversas tradiciones es que la parca tiene dos aficiones, la danza y el ajedrez, a las que difícilmente está dispuesta a renunciar. De su pasión por el ajedrez hay múltiples testimonios en las antiguas leyendas. La muerte se entretiene jugando con algunas de sus víctimas, especialmente relevantes o esquivas, aunque las fuentes discrepan en variados aspectos. Para ciertos informadores el tablero que utiliza para su juego es muy singular, en ocasiones invisible, en ocasiones gigantesco como un valle; otros, en cambio, defienden que el tablero es común, el mismo que podría utilizar cualquier amante del ajedrez. También hay discrepancias sobre el color de las piezas con que juega la parca e, incluso, de los cuadrados del tablero utilizado. Para muchos es indiscutible que la muerte siempre se las arregla para que le toquen las negras al inicio de la partida, en el momento del sorteo, un aspecto que a mí me parece poco decisivo. Por el contrario, la polémica sobre los colores de los cuadrados es más relevante, pues algunos expertos sostienen que lo que realmente distingue al tablero de la parca es que, en lugar de ser blanquinegro, es rojinegro, exactamente igual a la mesa-tablero construida por Rodchenko.
La muerte tiene dos aficiones, la danza y el ajedrez, a las que no renuncia
En 'El séptimo sello' la jugadora está en el ambiente propicio para su partida
En cuanto al gusto por la danza de la muerte, hay pocas dudas, tanto en el presente, sobre todo cuando uno viaja a India o México, como en el pasado de cualquier cultura. Es bien conocida la inclinación de los pintores europeos del final de la Edad Media y el inicio del Renacimiento por reflejar en sus frescos los bailes macabros presididos por la Parca. De hecho, toda Europa está salpicada por iglesias de esta época que recogen en sus muros el frenesí bailarín de la muerte, encantada de igualar a los que, en vida, bailaban de manera tan desigual. Lo encontramos en las imágenes refinadas de los templos de Sicilia y también en las más toscas, pero no menos impactantes, de los que bordean el mar del Norte.
Una de estas últimas es la que nos muestra Ingmar Bergman en El séptimo sello, la única película, que yo sepa, en la que se recogen las dos grandes aficiones de la parca. En la atmósfera lúgubre de un país devastado por la peste y en medio del peor fanatismo religioso, la jugadora de ajedrez par excéllence encuentra el ambiente propicio para desarrollar su tremenda partida con el caballero que ha perdido la guerra y la fe en las Cruzadas. De acuerdo con la mejor tradición, Bergman hace que, en el sorteo, corresponda a la muerte jugar con las negras. Pese a que en esta partida no hay escapatoria, como en ninguna de las que juega la formidable ajedrecista, el caballero, en un desesperado movimiento final, logra reconciliarse con la vida antes de ser vencido definitivamente. Y en la penúltima secuencia de la película, satisfecha tras su victoria en el juego, la parca da inicio a su majestuosa danza, esa que, dicen, a todos nos pone en nuestro lugar.
No recuerdo otra obra -tampoco literaria- que exponga tan claramente esas dos pasiones de la muerte. Pero, a este respecto, una vez fui testigo de una coincidencia perturbadora. Había visitado la iglesia de Hrastovlje, en Eslovenia, en la que precisamente se halla una de las danzas macabras más bellas de Europa. Su autor, el pintor de Istria Johannes de Castuo, había pintado a finales del siglo XV un ejemplo de aquellas magníficas biblia pauperum a través de las cuales se intentaba hacer llegar a los pobres y analfabetos los relatos bíblicos. Pese a la escasa iluminación se pueden contemplar en la iglesita eslovena unos admirables frescos en los que está representado el Génesis, la Anunciación, la Adoración de los Magos y la Pasión de Cristo. No obstante, el más sobresaliente de todos es una Danza Macabra en que la parca, sonriente -al borde de la carcajada casi- se multiplica para coger de la mano, en estricto orden, al Papa, a los reyes, a los obispos, a los nobles y a los pobres ciudadanos en general. Una gran obra de arte, con los motivos comunes a todos los bailes de la muerte diseminados por Europa. Lo único singular, y esa fue la coincidencia perturbadora, es que a la salida de la iglesia de Hrastovlje, sobre un bancal, aparentemente abandonado por alguien, había un tablero de ajedrez. El hallazgo me inquietó. Es verdad que no era rojinegro, ni había piezas de ningún tipo, pero la sola visión de aquel cuadrado de cuadrados, cerca del fresco que acababa de contemplar no me resultó tranquilizadora.
Durante días esa afición por el ajedrez y el baile de la parca me estuvo rondando por la cabeza. Por suerte, un par de semanas después me encontraba, como espectador, ante La Danza, la maravilla, pintada por Henri Matisse en 1910, ahora en el Ermitage. Y la furia vital de aquel baile logró que se disipara el recuerdo del otro. Al menos por algún tiempo.
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