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¿'Quo vadis' Europa?

Los más conspicuos intelectuales han sido fervientemente europeístas. Rousseau escribió: "Ya no hay franceses, alemanes, españoles e ingleses, no hay más que europeos; todos tienen los mismos gustos, las mismas pasiones y las mismas costumbres". El Abate Saint-Pierre dedujo de esta identidad cultural la necesidad de proceder a una integración política europea. Remitió su Proyecto de Paz Perpetua a Federico II de Prusia que lo despachó con una sola frase: "Es una excelente idea; lo único que falta es convencer a los Estados europeos y algunas otras bagatelas similares".

Casi 300 años después la historia se repite. Se ha avanzado en la unión económica pero en el terreno político seguimos prácticamente igual que en tiempos de Rousseau. Y eso a sabiendas de que una unión monetaria no puede sobrevivir sin una unión política. Sin coordinación económica, una crisis en cualquier país, por pequeño que sea, contagiaría al resto.

Lo que está en juego no es la suerte de los países periféricos, sino la del euro

Los padres del euro no pudieron con los Gobiernos nacionales, siempre reacios a ceder soberanía. Confiaron en que podrían ir tirando con una política monetaria centralizada, un Pacto de Estabilidad que encorsetase las políticas presupuestarias nacionales y una coordinación light de las demás políticas económicas. Este remedo de arquitectura institucional se completó con tres advertencias disuasorias: ningún país sería rescatado por sus pares (no bail out); ninguno podría ser declarado insolvente (no default), ninguno podría abandonar (no exit). "Lasciate ogni speranza voi ch'entrate" (Dante, Divina Comedia).

Antes de la actual crisis, ya se detectaron grietas. Cuando Alemania y Francia se saltaron a la torera el Pacto de Estabilidad (2003), se cambiaron las reglas del juego. Cuando se hizo un primer balance sobre la Estrategia de Lisboa en 2005, se comprobó que los Gobiernos compartían diagnósticos y pactaban terapias, pero de vuelta a casa hacían lo que les venía en gana. Ni en Ámsterdam, ni en Niza, ni en Lisboa se avanzó en el aggiornamento de las instituciones europeas. La moneda única había cambiado las estructuras económicas pero las superestructuras políticas solo habían sido ligeramente remozadas. Una nueva contrariedad para Carlos Marx que, desde la caída del muro de Berlín, no gana para disgustos.

Cuando llegó la crisis, todo el edificio se desplomó. Grecia, Irlanda y Portugal fueron rescatados; Grecia declaró una insolvencia parcial, y los países virtuosos tuvieron que saltar las líneas rojas que ellos mismos habían establecido para salvar el euro. Lo ha dicho Tremonti, ministro de Hacienda italiano: "La salvación no vendrá de la mano de las finanzas, sino de la de la política. Pero la política no puede cometer máserrores porque como ocurrió en el Titanic, ni siquiera los pasajeros de primera clase podrían salvarse solos".

El paquete acordado este verano supone un avance, pero es claramente insuficiente y por eso los mercados respondieron bien. El Fondo Europeo de Rescate es demasiado pequeño y sus posibilidades de prestar a los Estados en dificultades o de comprar deuda soberana son demasiado limitadas. En los Consejos de Ministros se insiste más en la condena de los pecadores que en la salvación de los arrepentidos. Se habla mucho de contribuyentes y poco de ciudadanos.

Parece claro, que achicar el agua con copas de champagne no funciona. Se necesita un Gobierno económico, un presupuesto común, una cierta armonización fiscal, obligaciones comunes y un plan de choque para empezar a crecer. Si no se hace así, lo más probable es que asistamos a una división de la zona euro en dos, de un lado, los países que tienen cuentas en el exterior saneadas (Alemania, Países Bajos, Austria y Finlandia) de otro los países deficitarios: los sospechosos habituales y, probablemente, Francia. Eso supondría acabar con el proyecto europeo, un final que no interesa a nadie porque hasta los países que tienen sus cuentas más saneadas verían drásticamente mermadas sus exportaciones por la sobrevaloración de sus divisas y con su mercado natural, el europeo, gravemente debilitado. Eso sin contar con que los países europeos, aisladamente considerados, no tendrían peso alguno en los organismos internacionales que son los que deciden en este mundo globalizado.

Coincidimos todos en que lo primero que hay que hacer es disciplinar las cuentas públicas, corregir los desequilibrios macroe-conómicos y estimular la competitividad. Ningún país podrá gastar más de lo que crezca su economía y los que tengan deudas pendientes tendrán que gastar menos todavía. No podrán bajar impuestos, salvo que reduzcan el gasto en una cuantía idéntica. Sin embargo, mientras los Gobiernos nacionales quieren que las decisiones las tome el Consejo, los eurodiputados preferimos que las tomen la Comisión y el Parlamento, más independientes que los Gobiernos.

También discrepamos sobre los eurobonos. Los prusianos de hoy creen que fomentarían el riesgo moral. "La indisciplina fiscal sería recompensada y la responsabilidad fiscal castigada". (Otmar Issing, presidente del Centre for Financial Studies). Lo contrario es más cierto. Los eurobonos solo cubrirían la parte de las deudas nacionales que podrían pagarse sin problemas mientras que la deuda nacional que superase el límite convenido se tendría que cubrir con bonos nacionales a un interés prohibitivo. Además, el acceso al fondo constituido con los ingresos derivados de la emisión de eurobonos estaría reservado a los países que hubiesen estabilizado sus cuentas públicas y corregido sus desequilibrios macroeconómicos aunque no hubiesen agotado su cuota. Eso sin contar con que los eurobonos crearían un mercado de obligaciones casi tan grande como el americano que impulsaría al euro como moneda de reserva internacional.

Los amantes de la historia saben que en 1790, por iniciativa de Alexander Hamilton, secretario del Tesoro de los Estados Unidos, el recién estrenado Gobierno Federal canjeó los bonos emitidos por los 13 Estados por bonos federales. Muchos, como el propio Thomas Jefferson, argumentaron que los Estados virtuosos no debían subsidiar a los pródigos. Lo que pasó después es conocido: creció la confianza en la economía americana y el dólar empezó a ser una moneda respetada.

Pero todo eso no será suficiente. Para salir de la crisis será necesario crecer y crear empleo. En los próximos años los países europeos no podrán endeudarse, ni tirar de gasto público ni bajar impuestos para impulsar la economía. Tampoco se puede contar con un presupuesto europeo jibarizado por las presiones británicas, pero sí se puede aumentar la potencia de fuego del Banco Europeo de Inversiones y emitir bonos para proyectos específicos de interés europeo porque por fortuna la capacidad de endeudamiento de la Unión está prácticamente intacta. También en este caso el acceso a esta financiación podría estar condicionado al cumplimiento de las obligaciones contraídas en el marco de la gobernanza europea.

Lo que está en juego no es la suerte de los países periféricos, sino la del euro e incluso el propio proceso de integración europea. Para salir de la crisis son necesarias medidas políticas inmediatas porque como dijo Indalecio Prieto "La convulsión de una revolución la puede soportar un país, lo que no soporta es el desgaste de su poder público y de su propia vitalidad económica manteniendo el desasosiego, la zozobra, y la intranquilidad". En castellano viejo, lo que hay que decidir es hacia dónde queremos que vaya Europa.

José Manuel García-Margallo y Marfil es vicepresidente de la Comisión de Asuntos Económicos y Monetarios del Parlamento Europeo.

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