El bosque inexpugnable de Cortegada
El laurel domina una isla sin grandes playas y respetada por los turistas
Casi nadie puede penetrar al interior del bosque de la isla de Cortegada. A salvo de la intervención humana, los robles y pinos se entremezclan, recubiertos del laurel que convierte a esta foresta en única en la península. "Solo entran algunos investigadores puntualmente", afirma orgulloso el director del Parque Nacional Illas Atlánticas, José Antonio Fernández, mientras señala hacia el núcleo de la fronda, denso y oscuro en un día nublado.
No hay grandes playas en esta isla de poco menos de 40 hectáreas, y quizás por ello los enjambres de turistas no se abalanzan sobre ella. Con un cupo de visitas diario fijado en 125 personas, esta isla de la ría de Arousa es sin embargo la más accesible geográficamente de todas las que conforman el parque nacional. En la bajamar, los escasos metros que la separan de la punta del vecino Carril, en Vilagarcía permiten el paso a pie sin apenas mojarse. "Aquí no hay abarrotamiento, mucha gente de Carril aún la considera suya y a veces viene por su cuenta, pero es respetuosa", cuenta Luis Gómez, ingeniero que, junto a su colega Wenceslao Vidal, alias Uve, lleva cuatro años organizando visitas guiadas.
"La gente de Carril la considera suya y viene mucho por su cuenta", dice un guía
La presión de los vecinos logró frenar la construcción de 800 viviendas
La mayor dificultad para acercarse es resultado de la acción del hombre. Los miles de estacas con que los pescadores de Carril delimitan sus áreas de marisqueo suponen un problema para las embarcaciones que se aproximan. "Un día vamos a tener una desgracia; como alguien se resbale y se caiga encima, ahí se queda", comenta Luis señalando una delgada varilla de hierro que emerge sobre el agua. Los mariscadores son los únicos que normalmente pisan la isla, siempre en el agua de sus orillas o la de las pequeñas Malveiras al oeste, enfundados en trajes de neopreno y sumergidos hasta el cuello en busca de almejas.
Casi todo en Cortegada evolucionó naturalmente desde que los últimos habitantes renunciaron a sus propiedades en la primera década del siglo pasado. Entre 1907 y 1910 los próceres locales convencieron a los isleños de que Alfonso XII necesitaba un lugar de esparcimiento en la costa, sin que fueran necesarias entonces apelaciones al retorno económico que supondría la instalación de una residencia del monarca. Pero con los papeles firmados y los habitantes fuera, el Borbón optó por establecerse en Santander. "A la reina Victoria Eugenia no le venía bien este clima", bromea Uve. Aquella circunstancia propició el desarrollo de la característica más visible hoy en la isla. El laurel, que los isleños plantaban junto a las lindes de sus propiedades para marcar el territorio, se adueñó de la zona con el paso de las décadas. Hoy protagoniza un paisaje único, en el que el eucalipto apenas está presente. "Algunos visitantes se quejan de que aquí también los haya, pero son pocos, muy altos y sirven de barrera contra el viento. Creo que el laurel ganará la batalla", apunta Luis.
En Cortegada hay dos senderos restaurados por los trabajadores del parque. Ambos siguen la ruta tradicional, salvo por una pequeña desviación que deja a un lado varias casas del viejo poblado. El director del parque aspira a conseguir los fondos que le permitan restaurar una de ellas, que todavía conserva faladoiro, horno y lagar, y asentar las ruinas de las demás. En los últimos cuatro años, y gracias al Plan E, arreglaron el pozo tradicional y restauraron dos viviendas para dar cobijo a los investigadores que de vez en cuando llegan a la isla para analizar su flora. También tienen una depuradora, y ahora aspiran a arreglar la capilla del siglo XVII, que todavía acumula en su interior, entre hierbas, los restos de uralita con que el último vigilante privado parcheaba su estructura. No hay más huella humana, salvo la que deja el tractor de la cofradía de pescadores y el impertinente poste eléctrico junto a la orilla que ilumina de noche el banco marisquero.
Wenceslao y Luis recuerdan los años en que la isla corrió el riesgo de convertirse en pasto de promotores inmobiliarios. Tras desentenderse Alfonso XIII, su terreno se convirtió en coto de caza. La II República la recuperó para el Estado, pero Franco la cedió nuevamente a Juan de Borbón en 1958, para venderla 20 años después por 60 millones de pesetas. La oposición vecinal paralizó un proyecto para construir 800 viviendas, un palacio, una residencia regia (de nuevo) y un campo de golf, al que de entrada no habían puesto impedimento los responsables municipales. La Xunta la expropió en 2007 por 1,8 millones de euros. Los hitos de piedra que siguen el perímetro y que delimitaban el dominio público no tienen sentido desde entonces. "Los quitaremos", asegura el responsable del parque.
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