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La política de ajustes y la reforma constitucional

Desde hace algunos años, la importancia de asegurar la sostenibilidad de las finanzas públicas se ha convertido en un objetivo políticamente vital. Es el campo de juego común y obligado, si queremos promover el crecimiento y el empleo a medio y largo plazo porque la acumulación de deudas y de déficit excesivos socavan la confianza inversora en un país y minan su potencial de crecimiento. Sin la estabilidad presupuestaria proporcionada por unas cuentas públicas saneadas, no hay márgenes para desarrollar un proyecto político y social, sea este de derechas o de izquierdas, capaz de mantener las bases de nuestra cohesión social.

En la medida en que vivimos en una economía globalizada y en el seno de la Unión Europea, los márgenes de actuación de las políticas macroeconómicas nacionales se han estrechado de forma espectacular y los mercados de capitales se encargan de sancionar de forma implacable los desequilibrios de déficit, deuda o inflación, de los países en cuya estabilidad no confían.

El problema se origina al reformar la Constitución de la noche a la mañana y sin debate público

Ante la crisis, la cuestión estriba en cuáles han de ser los ritmos de reducción del déficit para no provocar un estancamiento generalizado y, por otro lado, en la redistribución equitativa del coste de los ajustes, de tal manera que resulten socialmente aceptables y no dañen la inversión productiva.

Podría decirse que la estabilidad presupuestaria es pues una condición necesaria, aunque no suficiente para un crecimiento económico sostenible. Es más, cuando la estabilidad se transmuta en el dogma del déficit cero y las políticas públicas asumen la forma de una sucesión de duros ajustes y restricciones, podemos por el contrario comprobar país a país, fuera y dentro de la UE, cómo éstos inevitablemente permanecen en la depresión y el paro masivo.

Soy de los que creen que nuestras sociedades caminan hacia años de declive económico y social si, como única respuesta, seguimos aplicando políticas de ajuste duro, justificadas en el tan manido mantra de la necesaria austeridad. Una lógica que cada vez está generando más desigualdades y exclusión social, que deprime, aun más, las ya alicaídas demandas internas, y que vuelve prácticamente inviable el retorno a sendas de crecimiento sostenido a los países sacrificados en este altar.

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En realidad, la imposición del objetivo del déficit cero y de los duros ajustes para la mayoría social, constituyen una manifestación aguda, propia de la fase de crisis, de la constante presión neoliberal hacia la retirada del Estado. De la minusvaloración de la política y las instituciones públicas en su valor transformador y regulador del espacio público, es decir, en cuanto garante de derechos universales, como la educación, la atención de la salud, las pensiones, el seguro de desempleo y de otros servicios públicos generadores de igualdad de oportunidades entre ciudadanos y territorios.

A lo peor, ya forma parte de la doctrina dominante en una Europa que se muestra incapaz de dar una respuesta conjunta y solidaria frente a la crisis. Que está renunciando a avanzar en la gobernanza política y económica desarrollando aquellos instrumentos necesarios, como los eurobonos, con la velocidad y la intensidad que demanda una salida a la crisis menos costosa socialmente y que camine en la dirección de un modelo de desarrollo sostenible.

En este contexto, el 10 de mayo de 2010 vimos en España a un Presidente de un Gobierno de izquierdas, presionado y sin capacidad de maniobra, asumir en horas esta doctrina del ajuste duro, rompiendo con sus compromisos y su base electoral. Y parece que no fue suficiente, porque tiempo después, a escasos días de la convocatoria electoral, y nuevamente en cuestión de horas, vemos al mismo presidente, probablemente también presionado y sin capacidad de maniobra, impulsando la reforma de la Constitución para introducir el saludable principio de estabilidad presupuestaria y calmar así a los mercados.

Los problemas en esta ocasión se originan al plantear la reforma constitucional de la noche para la mañana y, por lo tanto, sin el inexcusable diálogo con todas las fuerzas políticas que permitiese establecer el consenso exigible para alterar la Constitución, y sin posibilitar de hecho la necesaria incorporación ciudadana a través del debate público mientras crece su desafección. Máxime, si tenemos en cuenta nuestra tradición y cultura política democrática que han hecho de la estabilidad constitucional un valor estratégico como país. Consecuentemente, en la medida en que se podría, además, haber recurrido a utilizar otros mecanismos legales para sellar nuestro compromiso con la estabilidad presupuestaria, resulta aún más llamativo el recurso a utilizar con ese objetivo la Carta Magna, obviando las condiciones políticas exigibles a la hora de su reforma.

Probablemente, a muchos ciudadanos que votaron progresista se les hará muy difícil asimilar todo esto, al constatar que las respuestas políticas desde la izquierda en la gestión de la crisis se parecen como dos gotas de agua, en demasiadas ocasiones, a las que propugna la derecha.

Necesitamos tener un rumbo y un horizonte distinto del de los meros recortes y a la subordinación a los mercados. Un horizonte que permita salvar el euro sin debilitar nuestros estados de bienestar, que permita a la izquierda mantener su razón de ser como alternativa, y a los ciudadanos recuperar la esperanza cierta en un futuro diferente y mejor al que hoy se le propone. La magnitud del desafío y de la agenda de reformas pendientes debería ser un incentivo intelectual y político para las fuerzas progresistas en el conjunto de la Unión Europea.

Emilio Pérez Touriño es expresidente de la Xunta

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