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Hamaca de lona
Columna
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La otra Irene

Manuel Rodríguez Rivero

El sábado, los neoyorquinos y los que estamos de paso en su ciudad estábamos "preparados para lo peor", como nos pedía con voz grave, semblante severo -y la vista puesta en el próximo año electoral- el Mayor Bloomberg. Tras dos días de intensa preparación ideológica en los que, también desde los medios, se atribuían al huracán Irene toda suerte de rasgos antropomórficos (ira, rabia, "brutal autoridad"), quien más, quien menos se había preparado a su manera para "el peor escenario". Irene, como Jeremías (20:8) llegaría bramando "violencia y destrucción". De modo que a última hora de la tarde reinaba en Manhattan una inquietante atmósfera muy semejante a la de esos westerns en los que una población amedrentada se dispone a recibir (no sin cierto morbo) a desconocidos de los que se sospechan ominosas intenciones.

Mejor protegidos que sus vecinos de los otros cuatro boroughs que componen esta babélica ciudad, la mayoría de los manhattanitas se disponían a cumplir obedientemente las consignas: tomarse en serio el huracán, aprovisionarse de alimentos, quedarse en casa ("en casita", insistían en las televisiones latinas) y disponerse a vivir recluidos una experiencia que Bloomberg y su equipo calificaban de "única en la vida". A última hora de la tarde, mientras Irene estaba llamando a la puerta, los desobedientes tuvimos la experiencia de otra excepcionalidad sobrevenida: con las avenidas desiertas y los comercios vacíos, la inmensa ciudad -de la que se dice que nunca duerme- se había convertido en un ámbito silencioso y fantasmal, una especie de oscuro anticipo posapocalíptico en el que todo se diría eternamente aplazado.

Como se sabe, el huracán acabó degradado en una tormenta tropical que, felizmente, causó en Nueva York muchos menos daños de los esperados en "el peor de los escenarios". El domingo, cuando Irene todavía "estaba entre nosotros" (Bloomberg), los que no pudieron resistir la curiosidad se pasearon por una ciudad desconocida, entre algunos árboles caídos y otros daños colaterales a los que la policía metropolitana había protegido con su conminatoria cinta amarilla (Police line: do not cross). Los comercios de Chelsea y del West Village seguían cerrados (protegidos en muchos casos por sacos terreros y planchas de contrachapado, quizá más por miedo a imaginados saqueos que al desbordamiento del Hudson), y el transporte urbano seguía inoperante (el agosto de los taxistas, que llegaron a multiplicar por 10 sus tarifas normales). La ciudad parecía un enfermo grave al que se le hubiera suministrado un tratamiento que aún no mostraba efectos benéficos.

En la zona en la que vivo temporalmente, el suministro eléctrico no se cortó en ningún momento, a pesar de que esa posibilidad fue uno de los argumentos utilizados por Bloomberg para convencer a la gente de que se recogiera. El sábado muchos de mis vecinos se habían aprovisionado de novelas (preferentemente mysteries, como en todas partes), y la tienda de ropa erótica barata de la Séptima avenida (Fantasy World) estuvo abierta (y concurrida) hasta tarde. Supongo que, si alguien lleva a cabo la investigación pertinente, los días 27 y 28 de agosto registrarán un considerable aumento de los hábitos de lectura en esta ciudad. Y, tal vez, dentro de nueve meses, también pueda comprobarse un moderado incremento de la natalidad estacional. Irene, descrita el día previo a su llegada por The New York Times como "¡290 millas de furia bailando airadamente a través del océano Atlántico!, también ha sido capaz, a su manera, de aportar 24 horas de insólito sosiego en la frenética vibración de esta ciudad.

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