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Columna
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La Puerta del Sol

La Puerta del Sol es noticia. Primero el 15-M, luego la JMJ. Lo que ahora mismo no ocurra en la Puerta del Sol no está ocurriendo de verdad. Ha pasado de ser ese lugar que huele a las ensaimadas de la Mallorquina, el kilómetro cero donde se citan los recién llegados a Madrid, la plaza en que no se sabe bien dónde colocar el Oso y el Madroño, donde se compra oro, el hogar del Tío Pepe, ha pasado de ser una plaza que se cruza deprisa hacia alguna parte, la más pateada, nada bonita, imposible de mejorar, pero muy capaz de empeorar cuando se intenta embellecerla y modernizarla (una tarea imposible porque no lo necesita, su función es que haya un punto en que nadie se sienta extranjero, en que no le abrume ni empequeñezca el entorno, sino que lo pueda dominar), ha pasado a convertirse en la más codiciada, la que todos quieren conquistar. Porque tomar la Puerta del Sol es como hacerse con la esencia de esta ciudad, que es su gente, la calle, lo popular, el día a día, la vida. Pero no es tan fácil, no basta con ocuparla, hay que estar con ella, hay que escucharla, comprenderla, sentirla. Hay que sintonizar con su caótico espíritu (nunca se sabe lo que está sucediendo a nuestro alrededor) y al mismo tiempo familiar. Una plaza a la que los cambios estéticos y humanos en el fondo no la cambian.

Siempre estamos buscando la manera de encerrarnos, de escapar de los demás

La Puerta del Sol ni siquiera tiene puerta, la entrada a su mundo es invisible. No es comparable a la nostálgica Puerta de Alcalá o la Puerta de Toledo, que hace tanto dejaron de ser entradas reales a la ciudad y que ahora resultan extrañas, ahí, en medio del tráfico y fuera de su tiempo, sin ningún uso, sin saber ya qué mundo había delante ni cuál detrás. Piezas sueltas y solitarias de nuestro viaje en el tiempo. Y por eso mismo, al pasar por debajo, se tiene la sensación de que va a ocurrir algo fuera de lo normal.

¿Cuándo empezó la gente a encerrarse en habitaciones de 10 metros cuadrados? ¿Cuándo se nos ocurrió esconder nuestra intimidad tras una puerta? Nos angustia que nos encierren, sin embargo, siempre estamos buscando la manera de encerrarnos, de escapar de los demás. Primero fue con el invento de la puerta, luego con los cascos (una manera de poner puertas en los oídos) y después con los juegos del móvil (una manera de poner puertas en los ojos). Vemos por la calle a algunos tan encerrados en sí mismos que da apuro preguntarles la hora, da la sensación de estar allanando su morada, y cuando se quitan un auricular es como si se asomasen por una ventana.

Es de suponer que todo empezaría por necesidad en las cuevas donde el hombre primitivo taparía la entrada con ramas y pieles, y a partir de ahí se dispararían las ganas de aislarse de los demás, pero sobre todo de crear mundos abiertos a unos y cerrados a otros, accesibles solo si se posee la llave o la clave. No hay nada que atraiga más ni sea más misterioso que una puerta cerrada, como la habitación llena de frío refinamiento de Rebeca; la de Barba Azul, llena de sangre; o la serie de terror de Narciso Ibáñez Serrador, Tras la puerta cerrada, que a los niños de los sesenta nos ponía los pelos de punta. Para lugares impresionantes como las catedrales, los castillos o los museos, puertas imponentes, grandes, pesadas, con enormes cerrojos. Y de estas hemos saltado a puertas cuya cerradura y llave son casi mágicas, los portales de Internet. Hemos pasado de los portales en cuya penumbra las parejas se daban el último beso, a los portales que no se ven ni se tocan, portales abstractos y puertas hacia otras dimensiones que no se sabe dónde están ni cómo son, puertas al pasado y al futuro y a lugares lejanos, que solemos imaginar como los remolinos de energía que engullen a los personajes de Stargate. O los poderes mágicos de esa puerta de piedra, Aramu Muru, situada en Perú, que a veces se vuelve transparente ante algunas personas, para que contemplen prodigios increíbles. Y si decidimos creer en lo invisible, ¿por qué no en el ser humano? como hace Robert A. Heinlein en su ingeniosa novela futurista de 1957, Puerta al verano, donde dice algo que tal vez nos ayude a superar con optimismo este domingo: "El futuro es mejor que el pasado. A pesar de los lloraduelos, los románticos y los antiintelectuales el mundo se hace cada vez mejor porque la mente humana lo mejora. Con manos... con herramientas... con intuición, ciencia e ingeniería".

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