Huele a torta de salvado de avena
Si en este momento están en la playa o piscina, miren a su alrededor. Lo más probable es que estén rodeados de cuerpos Dukan. Es más, si se acercan lo suficiente a uno de ellos (háganlo con discreción, no vayan a acusarles de acoso) quizás perciban un peculiar olor proveniente de su transpiración (no confundir con el de los protectores solares y otros potingues): es el de la torta de salvado de avena, elemento fundamental (¡puajjj!) durante las llamadas fases de ataque y de crucero de la dieta que ha hecho millonario a su inventor. El famoso método ha convertido en arqueología dietética a los de Atkins, Montignac, Weight Watchers, South Beach y demás panaceas adelgazantes surgidas en los últimos treinta años en el occidente ahíto. Mientras nosotros nos desprendemos de rodales de grasa y soñamos con convertirnos en alfeñiques, en Somalia darían lo que fuera hasta por una de esas repugnantes tortas de salvado de arena: contradicciones de un sistema al que los ricos (y los que aspiran a serlo) consideran el mejor posible. En todo caso, si quieren conocer un interesante punto de vista acerca de cómo están las cosas en lo que a la alimentación se refiere no se pierdan el estremecedor Despilfarro, el escándalo global de la comida (Alianza), de Tristram Stuart. Les confieso que, mientras lo leía, se me atragantó la Whopper Rodeo (con aritos de cebolla incluidos) que me estaba zampando (no soy precisamente un cuerpo Dukan). Por lo demás, se diría que, en plena crisis libresca, uno de los pocos subgéneros que se venden razonablemente es el de dietética, alimentación y gastronomía. Los del doctor Pierre Dukan, publicados por RBA, ya han vendido en España en torno al millón de ejemplares. Y Saber cocinar (Temas de Hoy), de los televisivos Sergio Fernández (que es el que pone casi todo) y Mariló Montero (que sale en la foto) ya ha rebasado los 100.000. Pero hay muchos más, como El libro de cocina de la República (Reino de Cordelia), La cocina de Nigela Lawson (Planeta) o Los dulces de Amanda (Grijalbo). Hay tantos que, a este paso, hasta en la Biblioteca Nacional van a tener que habilitar nuevos espacios para contenerlos. Claro que ahora irán recomendados: al fin y al cabo el cocinero Ferran Adrià ha sido designado miembro del pleno de la comisión del Tricentenario de tan docta institución. Si eso no es decadencia, que vengan Felipe V (fundador de la Biblioteca Real) y Borges (antiguo director de la de Buenos Aires) y lo vean.
Houellebecq
Michel Houellebecq es el principal fenómeno de la actual literatura francesa. Empleo el término en las acepciones que se refieren a la cualidad extraordinaria o sorprendente de una cosa, animal o persona, y también a lo que los hace de algún modo monstruosos. Claro que "fenómeno" hace asimismo referencia a lo que está por encima de lo normal en términos de mérito o calidad, aunque esta última acepción no pueda siempre predicarse de la irregular y a menudo perfunctoria obra literaria de Houellebecq. No siempre, pero sí a veces. Ahí tenemos, por ejemplo, El mapa y el territorio, la novela con la que, por fin, obtuvo la pleitesía del establishment crítico y literario francés (Premio Goncourt 2010), y que Anagrama pondrá en las librerías próximamente. El libro -su quinta ficción larga-, menos deliberadamente escandaloso que los anteriores, exhibe lo peor y lo mejor de su estilo, pero en él pesa mucho más lo segundo que lo primero. O mejor aún: lo segundo pesa tanto que lo primero casi termina por olvidarse. En El mapa y el territorio la desmesura, el grand-guignolismo y la heterodoxia compositiva se aceptan como otras tantas señas de identidad literaria del autor. Para empezar, consigue algo no siempre frecuente en la ficción literaria francesa contemporánea: que el lector no sepa casi nunca adónde le están llevando. Esta novela, que empieza como historia de amor y termina como thriller, se inscribe en una transitada tradición de la literatura europea: la "novela de artista". Su protagonista, Jed Martin, pretende "dar una visión objetiva del mundo", por eso fotografía mapas Michelin y los trata con ordenador para intentar convertir la cartografía en territorio. Luego se hace pintor (famoso) y frecuenta a gente célebre. Por ejemplo, al escritor alcohólico y misántropo Michel Houellebecq (al que conoce a través del también novelista Frédéric Beigbeder), que acaba por tener un especial (y siniestro) protagonismo en el libro. De todas las novelas de Houellebecq esta es la más perdidamente autobiográfica. Como en las otras, también en ella encontramos ironía, reflexión y personajes e ideas brillantes (y alguna más bien peregrina). Y, expresado a su modo (a veces un tanto exhibicionista), ese particular Weltschmerz ante la vida contemporánea tan característico suyo. Tengo que confesarles que la leí en sólo dos o tres sentadas, lo que es un dato. Y que, mientras avanzaba, me daba cuenta (con asombro) de que, a pesar de que había dejado otras novelas suyas sin terminar, con esta me estaba convirtiendo en houellebecquista. Cosas veredes.
Criticando
Como ya he dicho en alguna ocasión, mi experiencia como antiguo editor es que a los autores -la materia prima del negocio, el elemento más creativo, el único verdaderamente imprescindible en la cadena del libro- les encantan las reseñas positivas de sus libros, pero nunca con la intensidad con la que detestan y les enfadan las negativas. Las primeras halagan, pero se olvidan pronto; las segundas producen heridas que tardan en cicatrizar. He conocido a autores que se empeñaban en ver ominosas manos negras, tremendos rencores y oscuras venganzas detrás de las reseñas adversas, aunque nunca sospecharon sobre los motivos de quienes escribían encendidos ditirambos sobre su última novela. Con la multiplicación de las bitácoras (literarias o no) y la difusión de la opinión personal a través de las redes sociales el espacio del añorado crítico-árbitro (el que servía de referencia a los lectores, se estuviera de acuerdo con él o no) se ha visto todavía más reducido. Y, sin embargo, con tanto ruido, la crítica es hoy más necesaria que nunca. Estos días, coincidiendo con la lectura de algunos fragmentos de Anatomía de la influencia (Taurus, octubre), un apetitoso ensayo de Harold Bloom en el que el gran crítico norteamericano repasa, a modo de testamento prematuro, todas sus fijaciones teóricas desde aquel brillantísimo The Anxiety of Influence con el que se dio a conocer en 1973, he conocido las reglas a las que, según el poeta (y también crítico) Robert Pinsky, debe someterse toda crítica. Son sólo tres, y no me resisto a sintetizárselas. Uno: la crítica debe decir de qué trata el libro. Dos: la crítica debe decir lo que el autor del libro dice acerca de lo que trata el libro. Y tres: la crítica debe decir lo que el crítico piensa sobre lo que el autor dice acerca de lo que trata el libro. Chapeau.
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