Mi primera confesión
a primera vez que me confesé lo hice aprovechando las rebajas del verano del Retiro, con motivo de la visita del Papa. Las mamparas portátiles instaladas a la sombra de los castaños y un ambiente propicio a la práctica del sacramento me impulsaron a arrodillarme junto al desconocido que podía sacarme del gueto de las excomulgadas y facilitar mi ascenso a la gloria eterna. Le enumeré mis pecados mortales: había abortado voluntariamente dos veces, dos fetos de padres desconocidos, probablemente de alguno de los africanos sin papeles que frecuentaba, pero me arrepentía sinceramente y me acogía a la oferta excepcional de perdón de aquellas santas jornadas. "La gracia de Dios es como Ariel, lo limpia todo", susurró una voz dulce a mi lado. "Reza el Pater Noster y tres Ave Marías y si rehaces tu alma conforme a la santa doctrina te salvarás".
¿Cómo describir la dicha que me embargaba? Me incorporé libre de culpa y mancha y, con mi escapulario de un euro con la imagen de Benedicto, me precipité al lavaculpas más próximo. Me arrodillé de nuevo y confesé otra historia, tan auténtica como la primera: en realidad no era la muchacha extraviada que aparentaba sino una transexual que se había enamorado de un gay y quería contraer matrimonio con él, legalizar ante Dios nuestra pareja. Para ello aborté en una clínica laica en donde luego me implantaron un pene que me costó un ojo de la cara. El sacerdote callaba, pero sus carraspeos y el aliento espeso atravesaban el filtro de la rejilla. Ignoraba del todo, le dije, de quién era el embrión que asesiné a sangre fría, había follado docena de veces con gente de todos los colores y razas, eso sí, sin usar el preservativo condenado por la Iglesia, y a raíz de ello atrapé el sida, pero al oír el anuncio de la visita pontificia me alumbró una luz divina, me sentí abochornada y contrita y decidí recibir la eucaristía durante estas santas jornadas.
El confesor gemía no sé si de horror, piedad o excitación, todo eso es muy grave, hija mía. Hijo mío, le corregía yo. Bueno, como tú quieras, no se me había presentado un caso como el tuyo en mi ya larga carrera pero reza, reza por la cristianización de España y te daré la absolución.
Yo miraba el césped del Retiro y la luz que se colaba entre los árboles. Sentía en mí una energía desconocida y las ansias de casarme con mi novio y descargar mi conciencia y me hacían postrarme de hinojos en otros confesionarios e improvisar variaciones en torno al mismo tema: prostitución, sida, aborto por médicos descreídos que presumían de la nueva Ley de Ciudadanía y segaban cruelmente la existencia de almitas embrionarias.
El mea culpa sobrecogía a los más expertos lavadores de ánimas. Sus preguntas, cada vez más concretas, insistían en los detalles -¿cómo?, ¿cuántas veces?, ¿gozabas?- y yo, pecador de mí, así en masculino pese a mi falda y blusa de verano, gozaba mucho, padre, no lo puede usted ni siquiera imaginar, pero ahora me arrepiento, por Dios, por la Virgen y sus santos me arrepiento. El plazo es de cinco días y quiero entrar con mi novio en el Reino de los Cielos. Pasaba del masculino al femenino y viceversa, sin condón, padre, insistía, atrapé el sida por respeto a la Iglesia, absuélvame por amor a Jesús e iré al viacrucis y a la gran misa de Cuatro Caminos con mi futuro marido, tocada con una pamela blanca seré una seropositiva feliz gracias a la misericordia de Benedicto y su visita providencial a nuestra España, hoy confundida y laica.
Obtenida la ganga espiritual de aquellas inolvidables jornadas decidí extender sus beneficios en el reino de lo material. En compañía de mi futuro marido acudimos a las rebajas veraniegas de bodas y bautizos de una céntrica sucursal de El Corte Inglés.
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