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Balón dividido
Columna
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Escupir es preciso

Juan Villoro

Hubo épocas en las que el acto de escupir tenía reconocimiento social. En mi infancia, los despachos de los abogados y las salas de espera de los médicos ostentaban un objeto en el rincón: la escupidera cromada.

Presumiblemente, el ser humano enfrenta hoy los mismos desafíos con su saliva; sin embargo, ya no hay recipientes para el esputo.

El fútbol es la reserva donde los profesionales sueltan flemas en público. Al término de una jugada, la cámara se acerca al protagonista. Lo vemos alzar los ojos al cielo, donde viven su abuela y las esperanzas de chutar mejor; luego lo vemos menear la cabeza, como si fallar por un milímetro le dejara agua en las orejas; por último, lo vemos escupir.

¿Por qué sucede esto? En el tenis, los jugadores tocan las cuerdas de su raqueta para concentrarse. No se puede decir lo mismo de la relación del futbolista con su saliva. Nadie juega mejor por despojarse de un poco de baba. Se trata de una forma de descargar los nervios y la frustración. El escupitajo es el único ansiolítico que funciona al ser expulsado. Poco importa que millones de espectadores vean el gesto, reprobable en cualquier otra circunstancia.

Todo lenguaje requiere de puntuación. Al discurso del fútbol le sobran signos de admiración (el gol, la falta artera, la barrida milagrosa) y puntos suspensivos (el jugador que rueda después de recibir una patada, el balonazo a las tribunas, el pase rumbo a la nada).

Ciertos genios, como Butragueño y Valderrama, adormecen la pelota y ponen el tiempo entre paréntesis; otros, como Xavi e Iniesta, colocan comas para lograr cláusulas subordinadas.

Los defensas aman el punto y aparte y los centros delanteros, los dos puntos. Los burladores de barrio, que prefieren sortear contrarios a concluir jugadas, trazan signos de interrogación. Los insultos a los rivales y las reclamaciones al árbitro equivalen a las comillas.

¿Dónde queda el punto y coma? En la garganta de los jugadores. El signo más difícil de usar, el que señala una pausa que no lo es del todo, encuentra en el fútbol grosera y eficaz aplicación. Nadie escupe en movimiento ni después de anotar (la culminación no requiere de un remanso). Solo la obligada transición exige este acto: el lance no salió bien, pero la vida sigue. No se trata de una seña de desdicha, sino de un desahogo para recuperar el ritmo, un punto y coma.

En el fútbol los aciertos equivalen al 5% del partido. El resto es algo que no funcionó, una oportunidad para escupir.

En España se le dice "flemón" al desastre que puede salir de una boca. Cuando un jugador lo padece, se queda en casa. Tal vez no es excluido para que recupere la salud sino para que no abuse del proyectil que podrían alterar el juego.

Ciertos escupitajos han cobrado triste celebridad. Frank Rijkaard, jugador templado, cometió un grave error de puntuación. Quiso poner a Rudi Völler entre comillas, pero como no habla alemán, soltó un gargajo ruin. ¿Cómo olvidar al perplejo delantero que quedó como un pirata salpicado de medusas?

No hay vida humana sin tics: unos se tocan la oreja, otros juegan con sus llaves. Territorio de la duda, el fútbol es el sitio donde los héroes fallan casi todo el tiempo y recuperan la fe, y escupen.

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