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Tribuna:La firma invitada | Laboratorio de ideas
Tribuna
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Beneficio y ERE

Cuando en 1979 el ministro Rafael Calvo Ortega dirigía los trabajos y negociaciones que darían a luz a la norma básica del derecho del trabajo de la democracia -el Estatuto de los Trabajadores-, una de las cuestiones más debatidas fue la regulación de lo que hoy conocemos como expedientes de regulación de empleo (ERE) y hasta entonces, en el régimen laboral de Franco, expedientes de crisis.

A pesar del cambio de nombre, el objeto en ambas instituciones era y es el mismo: regular los despidos colectivos. La filosofía, sin embargo, que guió la nueva regulación era -potencialmente- distinta en las causas y muy distinta en la práctica, en cuanto a los actores: mientras en los expedientes de crisis se presuponía o se pensaba en una empresa desahuciada, en la regulación de la democracia se pretendía -y se pretende- evitar con el expediente un estado de crisis terminal, anticipándose a él y previniéndolo, siempre que ello sea posible. El camino que va del acta de defunción a la intervención quirúrgica para sanar, por dura que esta sea.

Sería un grave error utilizar el actual debate para volver a la filosofía preconstitucional
Ha sido y sigue siendo el método más garantista ante una reestructuración empresarial

Ni que decir tiene, en cuanto a los actores, que el modelo de interlocución debía ajustarse al sistema pluralista y democrático de relaciones laborales que instauró nuestra Constitución.

El germen inicial de esta nueva filosofía no ha dejado de manifestarse en las sucesivas reformas de la legislación laboral, hasta las más recientes de 2010. Pero, en paralelo, también asistimos en los últimos tiempos -y se agudiza en los últimos meses- a un debate en el que se pone en cuestión la posibilidad de que una empresa con beneficios pueda o deba presentar un ERE, en una línea de argumentación que supone, en la práctica, una nueva denuncia de la función preventiva del ERE, en contra de la línea de tendencia asumida y auspiciada por nuestra legislación.

Volvemos -o se pretende volver-, en buena medida, al esquema de la regulación anterior, bajo la idea o interpretación -ahora- de que el ERE solo procede cuando la empresa presenta pérdidas, obviándose no solo la posibilidad de una disminución continua en sus resultados, sino también la existencia de cambios organizativos y tecnológicos a los que, en un mundo como el de hoy, tan acostumbrados estamos, y que llevan aparejados, en infinidad de ocasiones, la necesidad de prescindir de trabajadores de una cualificación determinada y sustituirlos, en ocasiones, por otros con distinto perfil profesional.

Este rechazo de la función preventiva del ERE habitualmente se conecta en opiniones y discursos con el carácter traumático de la medida, hasta hacer olvidar que no es solo un procedimiento receptivo a los intereses de la empresa, sino también, y fundamentalmente, garantista o garantizador para los trabajadores afectados, dado que, a diferencia de otras formas de despido o extinción de la relación laboral, en su regulación viene a exigirse la consulta y la negociación con los trabajadores, así como el establecimiento de un plan social y, finalmente, una autorización administrativa que habilite los despidos.

Hay más: cuando se habla o escribe sobre esta materia, da la impresión de que el ERE es la causa del paro que existe en España o, cuando menos, que es la forma más usual de despido por parte de nuestras empresas. Pues bien, acudiendo a las estadísticas del propio Ministerio de Trabajo, el número de despidos vía ERE no llega al 10% del total, siendo muy inferiores, por tanto, a los que se producen por terminación de contrato, despidos objetivos o cuasi disciplinarios.

Otra cuestión que merece la pena destacar, aunque sea brevemente, porque es una pieza relevante de este debate: me refiero a la utilización por determinadas empresas -escasas, por cierto, en nuestro país, que tienen medios para hacerlo- de las mal llamadas "prejubilaciones", que no dejan de ser extinciones con indemnizaciones diferidas en el tiempo que en forma de renta percibe el trabajador hasta llegar a la edad de jubilación en sentido estricto.

El término prejubilación se consolida entre nosotros en la década de los ochenta, con la reestructuración de los grandes sectores industriales, momento en el que, en virtud de la normativa aplicable, un buen número de trabajadores maduros se prejubilaron con cargo, en su totalidad, a las arcas públicas. Se trataba de una situación en la que, salvo raras excepciones, los trabajadores no podían -por impedimento legal- continuar trabajando, al ser este trabajo incompatible con la prestación percibida.

No tienen nada que ver, sin embargo, estas prejubilaciones con las situaciones homónimas que tienen lugar en los ERE actuales. Ahora, el trabajador, a lo sumo, percibe del Estado el seguro de desempleo, y el resto, es decir, la totalidad de la indemnización por despido, de la propia empresa, de tal manera que si el coste medio de una prejubilación a 10 años es de 300.000 euros, el coste para el Estado sería, por término medio, alrededor de 40.000.

Precisamente en los últimos meses se ha debatido, e incluso se ha aprobado en el Parlamento, incluida en el proyecto de ley de pensiones, una enmienda que contempla, en buena medida, la posibilidad de que los trabajadores excedentes incluidos en los ERE, en determinadas empresas con beneficios, puedan dejar de percibir el desempleo con cargo al erario público, a pesar de que esta prestación se financia por cuotas de todas las empresas y trabajadores.

Dado que no es viable renunciar o excluir un derecho individual como es la prestación por desempleo, la medida propuesta impone a las empresas la obligatoriedad de ingresar en un fondo, que se crea en el Tesoro Público, un importe que podría alcanzar lo que los trabajadores percibirían por dicha prestación. Por tanto, nos encontraremos con un nuevo impuesto, en principio finalista, sobre determinadas empresas.

Sin duda, al margen de otros aspectos que son por sí mismos discutibles -como, por ejemplo, el carácter retroactivo que se pretende dar a la norma-, en todos estos casos parece presuponerse que es deseo de la empresa -y solo de la empresa- que sean trabajadores maduros, de en torno a 50 años, los afectados por las extinciones, a pesar del coste que ello conlleva y a pesar de que en gran parte de los casos estas medidas son, en virtud de los acuerdos alcanzados durante la negociación del ERE, de aceptación voluntaria por el trabajador y no presuponen necesariamente el abandono del mercado de trabajo. Por ello, porque solo la empresa lo quiere -este parece ser el razonamiento-, se la penaliza con un nuevo impuesto.

Pero más allá de la corrección del diagnóstico, ¿es esta la única alternativa para corresponsabilizar a las empresas en el marco de los ERE? ¿Acaso es la más adecuada? Se trata de un debate que no puede considerarse menor, ni consiente respuestas precipitadas, porque pone a prueba toda nuestra legislación sobre el despido, e incluso de su gestión colectiva, y también, de otra parte, la propia concepción de las prestaciones de Seguridad Social y el modo en que han de financiarse.

Como variable a considerar creo que cualquier medida que se adopte en la línea que ahora parece emprenderse por el legislador debe conectarse con la propia gestión del ERE, integrándose en el espacio del acuerdo y la negociación, a los efectos, por ejemplo, de permitir, en el marco del plan social del ERE, potenciar compromisos de nuevas contrataciones, con perfiles adecuados a las necesidades organizativas y tecnológicas de la empresa en cuestión, y con los controles de garantía de cumplimiento necesarios.

Espero, en cualquier caso, como pronóstico y como deseo, que estas y otras múltiples variables y posibilidades sean tomadas en cuenta en el importante desarrollo reglamentario que requiere la reforma aprobada.

Pero, más allá de ello, y conectando todas estas cuestiones, creo que sería un grave error utilizar, o volver a utilizar, estos debates para volver a la filosofía preconstitucional de los ERE, olvidando los aciertos de la regulación democrática de una institución que, con independencia y a pesar del trauma que su utilización desgraciadamente puede llevar aparejado, ha sido y sigue siendo el método más garantista ante una situación de necesidad de reestructuración empresarial.

Miguel Cuenca Valdivia es socio director del departamento laboral de KPMG.

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