¿Y si implosiona el capitalismo?
Nadie previó la revolución de Irán. ¿A quién se le iba a ocurrir que las casetes de un viejo ayatolá exiliado en París excitasen la imaginación de un país que era el puente de lanza de Estados Unidos en el mundo árabe y, menos aún, que tuviesen el poder de inspirar el derribo del Emperador Reza Pahlevi y, con él, de aquella hermosísima Farah Diba que ocupaba las páginas centrales de las revistas que compraban nuestras madres? Que ni la CIA, ni el MI5, ni el poderoso Mosad, ni la pléyade de analistas y expertos en el mundo árabe viesen venir los acontecimientos ya nos dejó muchas dudas sobre la inteligencia de la Inteligencia y sobre la capacidad de previsión de nuestras elites.
Por supuesto, como todos ustedes, yo también quisiera creer en que hay alguien al mando
Pero peor fue la caída de la Unión Soviética: aquellos días que conmovieron al mundo en 1991. En cuestión de meses la otrora superpotencia se disolvió como un azucarillo sin que tampoco nadie supiese adivinarlo. Se sabía que la competencia entre los dos sistemas sociales estaba agotando las reservas de legitimidad del estado soviético. Pero nadie imaginó aquella rápida vorágine en que la Perestroika de Gorbachov fue retada por el fracasado golpe de Estado de la vieja guardia del partido y menos aún que a aquel "héroe de la retirada" -como lo denominó Hans Magnus Enzensberger- lo despidiese Yeltsin, aquel borracho inculto y osado. Cuando este decretó la disolución del PCUS decidió el final anticipado del siglo XX. Nadie previó tampoco aquello.
Son ejemplos que deberían limitar la casi instintiva arrogancia de la opinión pública occidental, siempre confiada en estar protegida de los avatares de la historia. La revolución iraní y la implosión de la URSS son dos magníficas muestras de que el mundo no es tan racional y predecible como tendemos a imaginarlo. Al menos como antídoto contra esa vanidad deberíamos repetir de cuando en cuando las palabras de Macbeth "La vida es un cuento narrado por un idiota, lleno de furia y de ruido, y que nada significa". Los clásicos sirven para algo, ya lo ven ustedes. Incluso la filosofía política, cuando no se degrada a logomaquia.
Hannah Arendt en un breve libro, Crisis de la República, dejó constancia de lo poco que sabía el Pentágono acerca de las circunstancias del terreno en plena guerra de Vietnam. Basta pensar en Irak o Afganistán para entender que no son cosas del pasado. No se fíen de quién les manda: tal vez ni es tan listo ni sabe tanto.
Por supuesto, como todos ustedes, yo también quisiera creer en que hay alguien al mando. Alguien que sabe hacia dónde vamos. Pero ¿y si esta crisis en forma de V, de L, de W o de lo que ustedes quieran se vuelve inmanejable? La reluctancia de los estados a la hora de manejar a los así llamados mercados -y que sólo lo son de productos financieros- es antológica. Su impotencia, colosal. No parece haber estadistas en este ancho mundo. No sólo es una cuestión de izquierdas o derechas. Al fin y al cabo, aunque uno sospeche que todo esto consista simplemente en llevarse el estado del bienestar por delante, aprovechando que el capitalismo ya no tiene nada enfrente -ni lo que fue otrora la clase obrera ni otra cosa- De Gaulle nacionalizó la Renault y Kennedy incentivó la lucha contra los monopolios.
Decretar la impotencia de la política ante los mercados es jugar con fuego, abrir la puerta al caos y, en definitiva, a la posibilidad de la implosión. Y ya sabemos lo que sucedió en la extinta URSS: que el poder del estado fue sustituido por lobbys y mafias que se apropiaron de él. El célebre libro de Stiglitz El malestar de la globalización da buena cuenta de ello. Y de cómo las instrucciones del FMI favorecieron ese proceso, que dio lugar a un país en el que crecieron enormemente las tasas de mortalidad al tiempo que el consumo de lujo se disparaba gracias a los disparatados, y horteras, hábitos de consumo de la nueva nomenklatura.
Pero, para parafrasear a Baudelaire, vivimos en tiempos en que la gente decente es blanda y cobarde y en los que sólo los bandidos tienen convicciones. Hace ya mucho tiempo que los gobiernos saben lo que tendrían que hacer ante el continuo reto a la civilización tal y como la hemos conocido desde el final de la segunda guerra mundial. Saben que deberían revertir la desregulación para evitar el continuo jaque a los estados y a las empresas con visión de largo plazo. Saben que, frente al vértigo telemático, sería necesario recuperar la lentitud natural de las cosas. De Enron aquí sobra experiencia de adónde nos puede llevar el casino global. Pero las relaciones de poder han puesto en el mando a los peores que han tenido, están teniendo, el enorme éxito de culpabilizar a los pobres de su pobreza. Para ellos basta con que caigan unas migajas del saco de alfalfa del caballo de los poderosos a los pajarillos esmirriados. Que eso provoque disturbios, como ahora en los suburbios de Londres no es, desde luego, nada que les preocupe. Ellos no viven ahí.
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