Visita al Prado
Mi hoy más que treintañero amigo Martí fue, en su adolescencia, uno de los mejores compañeros de viaje que he tenido a lo largo de mi vida. Curioso y extremadamente interesado tanto por las gentes de los pueblos y ciudades que visitábamos como por su pasado histórico; sensible ante el paisaje natural y humano, físicamente incansable y desatento con los impertinentes relojes que rigen comidas, descanso y horarios de sueño, poseía una característica de veras envidiable: era inmune a la temperatura ambiente, era inmune tanto al frío como al calor. No sé si esa característica suya obedecía a causas fisiológicas o psíquicas, ignoro si no acusaba las bajísimas o altísimas temperaturas debido a alguna anomalía de su termostato cerebral o bien -como sospecho- debido a que su mente, siempre ocupada en lo extraterreno, no se enteraba de la estación climática en la que el resto de los mortales nos encontrábamos. Sea como fuere, el caso es que para viajar a Madrid, en pleno agosto, y visitar a destajo sus museos, esa facultad de mi amigo consistente en no enterarse de que estábamos a más de 35 grados suponía una auténtica bendición.
Martí debía de tener entonces unos 15 años. Era su primer viaje a Madrid y su obligada visita al Prado era, por tanto, también la primera que realizaba en su vida. Llevábamos unas tres horas en el museo, y tras visitar las salas dedicadas a Velázquez, y, cuando yo estaba ya agotada física y mentalmente, se superponían en mi mente imágenes de cuadros de Rubens con los de Durero, Rivera, El Bosco, Caravaggio, Zurbarán... Pensé en proponer dejar la visita a las salas dedicadas a Goya para el día siguiente, o -hubiera sido grave pecado- para otro viaje. Sin embargo, fue él quien, con paso algo cansino -¡por fin!- pero decidido, me arrancó de las garras de la duda al encaminarse hacia el recinto dedicado a Goya. En cuanto pisó el umbral de una de las salas y, lo juro, de espaldas aún a los cuadros del fondo -es decir, sin verlos- pegó un bote, se estiró como víctima de un calambre eléctrico, dijo "¿y eso qué es?" y, entonces sí, se giró, clavó la mirada en uno de los cuadros del genial aragonés y, respondiendo a mi alarmante pregunta "¿Qué te pasa?", exclamó: "¡Esa luz! ¡Esa luz!". Y, como abducido por una llamada, se dirigió hacia Los fusilamientos del 3 de mayo. Tardé unos segundos en comprender: su inquietante invocación a la luz no era producto de un súbito trastorno mental, sino uno de los efectos del arte que, cuando de veras lo es, nos trastorna.
¿Se acordará él, Martí? Yo lo vi, vi cómo la mancha de luz, tan estudiada, analizada, comentada, imitada, etcétera del cuadro de Goya, atacó a mi acompañante por la espalda, le obligó a girarse, y lo arrastró hasta clavarle delante de la pintura y lo mantuvo inmóvil y en silencio durante un buen rato. El que yo dediqué a felicitarme por no haberle aleccionado previamente respecto al significado y técnica del cuadro, al contrario de lo que habían hecho conmigo años atrás, cuando visité por primera vez el Prado en un viaje escolar; ese curso saqué una matrícula en historia del arte (en un examen sobre Los fusilamientos del 3 de mayo, precisamente), pero, ¡ay!, Goya no tuvo a bien atacarme por la espalda.
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