Moraíto de Jerez, el duende en la guitarra
La pérdida del guitarrista Moraíto de Jerez, el miércoles pasado, ha sido un golpe sin paliativos para todos cuantos aman el flamenco o apreciaban su toque, pero la desgracia adquiere tintes de verdadero dolor cuando entra en juego la desaparición de la persona, Manuel Moreno Junquera, el gitano jerezano cordial, divertido, vitalista y generoso. Difícil será acostumbrarse a un fin de fiesta sin su enjundiosa pataíta por bulerías. Igual de duro que resultará ir al Arco de Santiago y no encontrarse con su figura acodada en la barra o rodeado de amigos flamencos.
Había logrado Manuel un estatus de prestigio dentro del mundo del arte y entre la gitanería. En los dos ámbitos se le escuchaba con respeto, por más que él nunca fue una persona pretenciosa, sino un ser sencillo, directo, cabal y sensible. Unas características personales sin las que no se entendería su toque en la guitarra: profundo, enduendado y amo supremo del compás, dotado de una técnica que otorgaba peso a su sonido, capaz de extraer el alma de la caja con un bordonazo o acariciar las cuerdas en delicado arpegio.
Amo supremo del compás, sabía cómo extraer el alma de la caja
Muy recientemente se le pudo apreciar en su entorno y con su familia -su tío Manuel Morao, su hijo Diego, sus primos, sobrinos...- en el documental El cante bueno duele, de los holandeses Ernestina Van der Noort y Martijn Van Beemen. En esa producción, quizás tocado ya por la enfermedad, el guitarrista afirma: "A veces el dolor es necesario, porque el dolor te fortalece". Quién sabe lo que latía en su corazón al decir esas palabras, pero en ese mismo documental sí que existe un pasaje donde el desgarro y la emoción aparecen de forma patente, y en el que el guitarrista y la persona se funden en una misma y extraordinaria expresión. Es el momento en que va a visitar a su tía María Soto, La Bala, hermana de Manuel Soto, Sordera. Allí, en el tresillo de una humilde casa del barrio, Moraíto acompaña a Marivala (que también así la llamaba) en un delicado cante por soleá. Apenas un hilo de voz, pero sabio. Unos versos dichos con sentido y seguidos con mimo con una guitarra que parece mecer cada tercio, mientras pone un acento aquí y otro allá, y siempre de forma precisa. Al final del cante, tía y sobrino se abrazan emocionados por lo que acaban de vivir, y a ambos se les saltan las lágrimas.
Probablemente, los aficionados guarden en su memoria la fuerza de su toque y su compás acompañando a José Mercé, una de las asociaciones más felices que ha dado el flamenco en los últimos años. Pero su música y su persona van más allá. De la primera se podría decir que nos quedan sus grabaciones discográficas. De su calidad humana baste como muestra un último detalle: en la pasada XV edición del Festival de Jerez, Moraíto se encontraba anunciado un día de marzo para acompañar el cante de su paisano David Carpio. Por aquel entonces, la enfermedad ya se había manifestado y los efectos del tratamiento eran visibles. Pero allí estuvo el gitano, porque así se lo tenía prometido al compañero, con la dignidad de su toque y la ayuda de un sombrero para cubrir las huellas de lo que nadie tenía por qué saber en ese momento. La tengo por su última aparición, la penúltima semblanza de su grandeza personal y artística.
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