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Mi primera vez | Hoy, Alberto Manguel

Cuando leí a Dante

La primera vez que leí a Dante fue después de una conversación con el sagaz Jesús Pardo, hace ya unos seis o siete años. Nos habíamos conocido en ya no sé qué presentación en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y, hablando de nuestras bibliotecas, me contó que coleccionaba ediciones de la Divina Comedia en español. Hurgando por las librerías, descubrí alguna edición destartalada que le envié, y después otras más. Durante mi adolescencia, había conocido las melodramáticas ilustraciones de Gustave Doré en uno de los volúmenes de El tesoro de la juventud, y había recorrido el poema de manera distraída. Gracias a Jesús Pardo, y a pesar de mi pésimo italiano, decidí probar el original.

Algunas veces, pocas, a lo largo de mi vida de lector, tuve la suerte de descubrir un texto, a veces famoso, a veces no, que sentí cambiaba mi vida. Uso el lugar común porque es exacto: después de la lectura de El rey Lear, de Ficciones, de Alicia en el País de las Maravillas, mi vida ya no fue la de antes. Sin embargo, con la Comedia me ocurrió algo distinto. Los otros libros que mencioné, enormes, mágicos, primordiales, tenían a pesar de todo una geografía para mí comprensible. Quiero decir: aunque sé que no me bastarían una sucesión de vidas pitagóricas para leer a fondo una de aquellas obras, ni siquiera para entender en toda su rica complejidad alguna de sus frases esenciales, puedo sin embargo concebir sus universos. Pero el universo de la Comedia escapa a la capacidad de mi imaginación, como la visión final prometida escapó al propio Dante. Hay tal complejidad (siempre diáfana hasta un cierto punto, siempre inteligible pero no totalmente) en cada uno de sus cantos y en cada uno de sus versos, tal red de significados y alusiones e imágenes, tal juego de espejos entre su historia y nuestro presente, que la Comedia da la impresión de extenderse hasta casi el infinito, como en esos modelos astronómicos que describen el cosmos visible e invisible. Y no de manera hermética porque, paradójicamente, el lector de la Comedia siente sobre todo su calidad temporal humana.

Mi primer recorrido por la Comedia fue de sorpresa, regocijo, aturdimiento. Yo, que no soy creyente, sentí (como siento cada vez que la releo, un canto por día, desde aquella primera vez), que ese Infierno, ese Purgatorio, ese Paraíso, son reales, que el asombrado peregrino y las sombras de Virgilio y de Stacio, y la mirada y la sonrisa de la fría Beatriz son reales, obligándome a creer, absolutamente, en su existencia poética, y definiendo no solo el viaje de Dante sino el mío en este mundo. Cada vez que vuelvo a encontrarme con Dante en la selva oscura y cada vez que comparto con él la última visión "que por el universo se deshoja", tengo la impresión de recorrer un libro nuevo, nunca antes abierto. Eso es, quizá, porque aquella primera vez sentí que la literatura de Dante me estaba revelando el universo entero y todos sus secretos, cuando en verdad me estaba prometiendo una revelación que ni siquiera los ángeles pueden concedernos por completo, y gracias a lo cual seguimos (y seguiremos) releyendo.

FERNANDO VICENTE

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