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Columna
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Verano y amor

Así se titula la última y deliciosa novela de William Trevor, que narra la historia de amor de dos jóvenes durante un verano de fines de los años cincuenta en una pequeña población irlandesa. Cuando Ellie y Florian se encuentran, caminando cada uno con su bicicleta en la mano, ella ya está casada y él está a punto de emigrar a un país lejano. Si para los asuntos amorosos existieran también equivalentes de las famosas agencias de calificación de riesgo, a esa relación no le fiarían gran cosa; vamos, a lo sumo la juzgarían como una B o una CCC, o sea, vulnerable y de alto riesgo. Y así es; pronto comprendemos que los jóvenes amantes no se escaparán juntos, que la maraña de deseos y deberes contrapuestos hará que cada uno siga, por separado y con desgarro, su camino.

En realidad, en la vida real sí que existen esas agencias de calificación de riesgo para parejas. Al iniciar una relación amorosa, los amigos hacen de Moody's, las madres de Standard & Poor's y los conocidos de Fitch. "Les doy un año, como mucho", "yo, ni tres meses", y en ese plan. El pronóstico de solvencia suele rozar a veces la unanimidad: parecen hechos el uno para el otro, la pareja perfecta, o sea, un AAA o AAA+. La misma puntuación que tenía Lehman Brothers, y ya ves... El amor es un misterio mayor aún que el arcano de la economía.

Ahora mismo, nuestras ciudades están repletas de parejas de veraneantes. Pasean cogidas de la mano, revolotean por las tiendas del centro, se hacen infinitas fotos. Las hay de todas las edades, formas y colores. Es muy entretenido estar sentado en una terraza observándolas y observando la vida alrededor. A menudo resulta fácil determinar si llevan mucho o poco tiempo juntas. Si gozan de la intensidad de los principios o del sosiego del acoplamiento prolongado; si muestran complicidad o están en tensión; si son felices o parecen mustios. A veces, en un restaurante la mesa de al lado suele estar ocupada por una pareja de cierta edad que no se dirige la palabra en toda la comida. Es un espectáculo triste. No parece que estén enfadados, sino que no tienen nada que decirse. Que todo está dicho ya, que nada interesante puede esperarse ya del otro. Si el amor es una fascinación recíproca entre dos sujetos, más allá de la amistad y el compañerismo, ¿cómo llamar a esa mezcla de hábito e indiferencia?

Si los familiares, amigos y conocidos fallan tan a menudo en sus improvisadas agencias de rating, qué decir del voyeur diletante que se atreve a calcular la solidez de las parejas que observa fugazmente. El amor no es su único cemento, y aunque lo fuera, eso no garantiza demasiado. En la novela de Trevor, Ellie y Florian se citan con sus bicicletas allí donde nace la lavanda. Como todos los enamorados, son enormemente dichosos y enormemente desdichados. Y aunque no vaya a haber otros veranos para ellos, ese estío les pertenecerá toda la vida.

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