Subyugadas por Bach
Qué es preferible, vivir largos años de una vida que no es vida -como diría el conocido chiste- o gozar de una opulenta estancia en este mundo, rodeado de los mayores placeres, así el lapso entre el nacimiento y el sacrificio final sea breve en su duración?
A esa terrible duda deben someterse las vacas en el momento de la concepción: ser oriundas de la India u otro cualquier país que las adore, aunque las mate de hambre y de otras penurias, o venir al mundo en el paraíso de Kobe, allá en el Japón, donde si eres de la casta -o raza- wagyu, tienes aseguradas caricias y mimos, y hasta masajes sin fin, además de verdes y frescas hierbas que nos alimenten, y cerveza que nos restañe la sed mientras al fondo suena infinitamente dulce un órgano que entona a Bach. Siempre la religión influyó en los humanos, pero también en los bóvidos, como hemos hecho notar.
De la vaca y su compañero el toro se esperan abundantes bienes
No obstante, y a despecho de ancestrales creencias, el interés que en nuestro entorno suscitan las vacas más se dirige a los beneficios que nos procuran que a su canonización, y es de ver la alegría que suscita entre sus fieles el solomillo del animal al arrimo de las brasas u otra cualquiera parte de la misma formando parte del festín alimentario.
Porque de la vaca y su compañero el toro se esperan abundantes bienes, que comienzan con la leche y terminan en el rabo, macerado con buen vino y ablandado tras prolongada cocción.
Entre ambos extremos se sitúan fabulosas recetas culinarias, que han encandilado a la humanidad. Estúdiese el afamado buey a la mode -que encantaba a la burguesía del vecino país a la vez que a nuestro admirado Josep Pla-, hermosa pieza de tapilla que se rodeaba de mantecas y demás óleos para cocer más de cinco horas, previamente marinado en vino blanco y acompañado en su tránsito por el fogón de manos de ternera y ligeros detalles de la huerta, que añadían al conjunto su punto vegetariano.
Hágase lo propio con las costillas de un gran animal, mantenidas a temperaturas cercanas al cero durante 40 días, para que de esta suerte la carne se haya sedado y consolidado, las grasas que la rodean y la penetran enranciado, y sus músculos ablandado, y de esta suerte su paso por la parrilla sea corto y fructífero, dejando en el aire el aroma penetrante del asado y en la boca un armonioso e inolvidable sabor.
Y compruébese cómo con similares características realizan sus platos los argentinos con el bife de sus terneras, los norteamericanos con el t-bonne de las suyas o los ingleses con sus Hereford, que transforman en roast beef en sus más señalados templos culinarios. Para ratificarlo diríjanse, por favor, al eterno Simpson's londinense.
Si quieren pagar un poquito más vayan al país del sol naciente, a la ciudad que les anunciábamos al principio, donde podrán adquirir por la módica cantidad de 300 euros, en alguna carnicería del lugar, un kilogramo de suculenta carne, heredera del uro de nuestros ancestros.
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