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Columna
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Mis dos 'antonioslópez'

Vicente Molina Foix

Tengo una relación muy especial con Antonio López, a quien solo he visto de cerca una vez en mi vida. Mi relación con él es pictórica, o metapictórica, o tal vez intra-histórica; la relación requiere, en cualquier caso, de un prefijo. Paso a contarla.

Hace casi 30 años vi en una exposición, nada más entrar en la sala, un cuadro suyo que me apabulló, y enseguida surtió en mí otro efecto más tenue y más íntimo. El cuadro, de grandes dimensiones, se llamaba Madrid desde Torres Blancas, y por lo que se decía en la cartela había tardado casi 10 años en ser pintado (de 1974 a 1982). Muchos de ustedes lo han visto, estoy seguro, al menos en reproducción, y si no no sé a qué esperan, pues se halla ahora mismo expuesto en la estupenda antológica que le dedica el Museo Thyssen-Bornemisza (hasta el 25 de septiembre). Es un cuadro no solo vasto sino profundo, y en este caso me refiero a la profundidad de campo; desde uno de los pisos altos del edificio emblemático de Sáenz de Oiza que llamamos Torres Blancas, aunque nunca han tenido ese color (contra la voluntad del arquitecto), lo que el pintor retrata es una vista muy amplia de la capital, en la que inmediatamente destacan tres cosas: un edificio feo en primer término, donde Repsol se anuncia al tiempo que da la hora; la arteria principal, que resulta ser la avenida de América; y el cielo, el famoso cielo de Madrid, que para Antonio López es, en ese anochecer elegido como "la hora bruja" que decía Shakespeare, un cielo claro y manchado pero sobre todo inmenso, con la inmensidad que tienen los espacios carentes de límite.

Para el pintor, el cielo de Madrid es claro y manchado, pero sobre todo inmenso, sin límite

Hasta aquí mi impresión estética, similar a la de cualquier ser humano, madrileño o no, con ojos en la cara. Lo que pasa es que el cuadro tenía, al menos para mí, algo más. ¡Mi casa! Mi casa, o para ser exactos, el edificio donde se ubica el piso en el que vivo ya más de tres décadas, aparecía en la parte central del cuadro, hacia el fondo, destacando en el horizonte no por sus méritos arquitectónicos (que dicen que los tiene), sino porque es el hito que López ha elegido para romper la línea de su horizonte. Entiendan que me sintiera, tras la primera impresión, orgulloso. Allí estaba, pequeña pero perceptible, la ventana del cuarto de baño donde hago mis abluciones, y una serie de detalles más que no enumero para no aburrirles con la prosa edilicia. Madrid desde Torres Blancas se ha hecho un cuadro célebre dentro de la cotizada fama del artista, pese a lo cual, que yo sepa, el valor inmobiliario de mi piso no ha hecho más que bajar. Ahora que está retratado en el Thyssen, quién sabe.

Para saborear en mi casa, esa casa pintada por fuera por tamaño artista, me puse, unos días después de mi visita a la exposición, a hojear y leer el catálogo, muy recomendable. Y entonces vino el segundo arrebato. En la página 47, y como ilustración del texto que escribe el director del museo, Guillermo Solana, está reproducido un cuadro que yo desconocía, y por ese cuadro descubrí que, casi 20 años antes de ocupar yo el piso, Antonio López estuvo en él, yo diría que exactamente en la misma terraza que en estos días de verano uso para leer cuando atardece. El cuadro se llama Vista de Madrid 1960, plasma una amplia zona del barrio de Salamanca y Solana, en un comentario muy sugestivo, informa de que es la primera veduta de Madrid de López.

En 1960 yo era un escolar con gafas por toda la cara y escindido aún entre la religión de mis ancestros y el ansia de libertad incipientemente libertina despertada por unas láminas de desnudos renacentistas que mis padres, quizá apresurados al comprarlas en la tienda del Louvre, me habían traído de un viaje a París. Vivía -ajeno a todos los ismos, y desde luego al realismo de Antonio y los diversos López- en una ciudad costera cuyo mejor pintor vivo se llamaba Gastón Castelló, y tenía cubiertas las paredes de la estación de autobuses con alegorías del campo y la mujer alicantina. Aún tardé cinco años en llegar a Madrid, y casi 20 en ocupar el piso que hoy habito. La Vista de Madrid 1960 es la prehistoria de mi madrileñismo. Pues si me asomo dentro de un rato a mi alta terraza, veré lo que el artista vio hace 50 años en picado: una ciudad más borrosa de paleta, con edificios desaparecidos que tienen en su lugar siluetas distintas, y otros que no han cambiado, bajo un cielo también claro pero menos dominante que el del otro cuadro. Y si cierro los ojos y fantaseo podría ver quizá, como en esas turbadoras escenas oníricas que pintó Antonio López en aquellos años, al adolescente que yo era en 1960 volando hacia el futuro del ser que ahora soy.

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