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Columna
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Chicos malos

Sean Hoare, el tipo que hizo saltar la liebre en el caso de las escuchas telefónicas de News of the World, cumplió a rajatabla la máxima de Dylan Thomas según la cual un buen periodista debe procurar ante todo ser bien recibido en el depósito de cadáveres. Era el clásico reportero de raza, con el hígado destrozado como muchos a quienes esta profesión ha conseguido destruir físicamente sin socavar del todo su integridad. Su perfil se ajusta como un guante a esos personajes de serie negra, encanallados y de vuelta de todo, que sin embargo a la hora de la verdad son capaces de hacer lo que deben en un mundo sin el menor rastro moral.

Cuentan los que le conocieron que cuando empezó en el oficio era un buen chico, con olfato de perro callejero que sabía moverse en las cloacas del mundo del espectáculo como cazador de exclusivas, hasta que sin darse cuenta se vio metido en él hasta el cuello. Desayunaba como las estrellas del rock: un Jack Daniels y una raya de coca. Venía de un barrio obrero, bastión del Arsenal. Y se enganchó sin remedio. Sin embargo, a diferencia de algunos de sus colegas de tabloide, nunca fue un matón, sino un tipo cálido y generoso que sabía en carne propia lo destructiva que podía llegar a ser la prensa sensacionalista. Como periodista nunca perdió el instinto. Incluso sin apenas tenerse en pie, sabía cómo sacar adelante un reportaje. Lo hizo durante años. Primero para The Sun, dirigido por Andy Coulson, entonces jefe de prensa del primer ministro Cameron, y luego para News of the World.

No hay que olvidar que todo empezó del modo más sórdido, cuando se descubrió que este tabloide había escuchado y borrado los mensajes del móvil de una niña asesinada con el fin de exprimir la exclusiva al máximo. Hoare podía ser una víctima de sí mismo, pero no un tipo sin escrúpulos. Sabía dónde estaban los límites.

El lunes 18, en medio del mayor escándalo político y mediático del Reino Unido, en un programa transmitido por la BBC, Hoare se armó de valor y declaró que piratear los correos de voz no era una excepción, sino la norma en los diarios del grupo Murdoch, y que se hacía con tecnología de Scotland Yard, alimentando una corrupción en la que estaban implicados policías y políticos de alto standing. Confesó su propia participación en el uso de esos métodos basura. No era modelo de nada ni estaba libre de culpa, pero fue más valiente que muchos de sus colegas de Fleet Street, la tradicional arteria de la prensa londinense que discurre casualmente por encima de la alcantarilla más sucia y pestilente de Londres.

Pocas horas antes de que la cadena pública británica transmitiera sus declaraciones, el cuerpo sin vida del periodista fue encontrado en su casa de Watford.

No creo que el alcoholismo y la adicción a las drogas sean enfermedades propias del gremio. Tal vez sin gente como él los diarios serían lugares más tranquilos y respetables. Pero no mejores.

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