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Libros | Hamaca de lona
Columna
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Robinsonadas

Manuel Rodríguez Rivero

Hasta ayer mismo las islas eran el espacio privilegiado de la utopía. Hace apenas 80 años, en la juventud de la aviación comercial, Paul Morand se refería a ellas como el último reducto de las almas aristocráticas, lugares en que todavía podía conjurarse la vulgaridad de la masificación. La isla, rodeada del mar que la separa (y protege) de la civilización, es desde antiguo un teatro simbólico en que puede acontecer lo diferente, lo insólito: a lo largo de los siglos, el imaginario occidental se ha ido nutriendo de esa idea. En el largo regreso a su isla, Ulises como siglos más tarde Gulliver, es atraído por otras en las que halla a la vez peligro, sabiduría y placer, las materias primas de la aventura. La Atlántida platónica, de las que las Cícladas son presunto vestigio, fue el germen de Utopía, sede de una sociedad sin conflictos y en la que la propiedad privada -que para Moro ya era fuente de desórdenes- había sido abolida; sintomáticamente, Utopo, el gobernante de aquel paraíso, había hecho cortar el istmo que unía a la península original con el continente. Claro que la literatura -y la historia- nos enseñan que las islas no son solo lugar para la aventura, el aprendizaje o el descubrimiento, sino también para el castigo: lo fue para Napoleón Santa Elena, o para Unamuno Fuerteventura. Y lo fue también la isla del tesoro para Ben Gunn, el pirata abandonado por sus compañeros en la inolvidable novela de Stevenson.

Pero es Robinson Crusoe el libro que más profundamente ha alimentado el imaginario de las islas, reciclando en la aurora del siglo de las luces el antiquísimo tema del retorno del hombre civilizado al estado natural: sea de modo voluntario o forzado (un naufragio, un castigo, una huida) el robinsón debe despojarse del mundo que deja atrás y regresar a una especie de edad perdida. Provisto de los escasos bienes que consigue rescatar del naufragio, pero, sobre todo, inspirado por la Biblia, Crusoe pasará los siguientes 28 años reconstruyendo a escala el orden social que había dejado atrás y al que no había querido plegarse en su rebelde juventud. El éxito del libro, publicado anónimamente y cuya primera edición (1719) se agotó en una quincena, fue tal que inauguró un motivo literario: la robinsonada. A Alexander Selkirk o a Robert Knox -las dos posibles inspiraciones de Defoe- les surgieron muchos imitadores en los siglos siguientes, desde la familia feliz que practica valores roussonianos en su isla (Los robinsones suizos, de Wyss, 1812) a ese héroe cansado de Michel Tournier al que su (nada) "buen salvaje" libera y encandila (Viernes o los limbos del Pacífico, 1967).

Ese conjunto heterogéneo de imágenes míticas y literarias sobre las islas subyace también en cierto modo en quienes las eligen como destino de vacaciones. Siempre únicas y lejanas (el mar separa), se diría que las islas -ahora superpobladas por ciudadanos que escapan de la superpoblación- siguen atrayendo con su paradójica promesa de a(isla)miento y aventura. O, tal vez, su atracción solo resida en que, como define Andrés Sánchez Robayna (Cuaderno de las islas), una isla es (y más que nunca en vacaciones) "una porción de tierra rodeada de Deseo por todas partes".

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