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Reportaje:Viajes improbables | aventura

Tahití en un yate de lujo

Paco Nadal

Antes de seguir leyendo, cierre un momento los ojos. E imagine la isla perfecta, la isla soñada. No, esa no; otra aún más perfecta. La isla del tesoro de Stevenson, la isla mágica que dibujaría un niño en su cuaderno escolar, la isla maravillosa por la que mataría un publicista para anunciar un desodorante de propiedades cuasi afrodisiacas. ¿La tiene? Pues abra los ojos. Esa isla existe. Se llama Bora Bora y está en la Polinesia francesa, lo que el común de los mortales conocemos como Tahití.

Bora Bora no solo tiene un nombre hechizante, sino que los caprichos de la naturaleza la modelaron con la silueta ideal: un viejo volcán enfundado en una selva tropical de palmeras y castaños de la Polinesia, rodeado por un anillo de coral y en medio de ambos, una laguna de aguas someras y colores turquesa y esmeralda tan transparentes como el cristal. ¡Hay islas con suerte!

Bora Bora no solo tiene un nombre hechizante, sino que la naturaleza la modeló con la silueta ideal: un viejo volcán enfundado en una selva tropical de palmeras rodeado por un anillo de coral

Un viaje a Tahití no es un viaje improbable para buena parte de los mortales. Ahora bien, recorrer las cinco principales islas de la Polinesia francesa en un yate de lujo, con 30 tripulantes -entre ellos un cocinero y un repostero franceses- para solo 11 pasajeros, a unos 12.000 euros el camarote, a los que hay que sumar 2.000 euros por cabeza de billete aéreo desde Europa, eso sí, eso es un viaje improbable que el común de los mortales podríamos hacer una o ninguna vez en nuestra vida.

Así que me sentí muy afortunado aquella mañana cuando la pequeña avioneta me dejó en el aeropuerto de Bora Bora; el encargo de un reportaje para una revista de moda sobre semejante yate es una bicoca que a uno no le cae todos los días, ¡pardiez!

Lo que más me gusta de parecer rico es que los ricos lo son desde el primer momento. Nada más bajar de la escalerilla del avión la tripulación del Ti'aMoana (una de las dos naves de la compañía Nomade Yachting Bora Bora) te lleva a una playa contigua, en un motu del atolón de Bora Bora, te sienta en una hamaca con vistas a esa espectacular fotografía de la isla perfecta y mientras te cuelgan al cuello un collar de flores te dice que a partir de ese momento no te preocupes por nada, solo tienes que ser feliz. ¡Sobraba la recomendación, pensaba hacerlo de todas formas, vive Dios!

Luego te trasladan al barco y mientras te enseñan pasillos, cubiertas y camarotes de pura teca y complementos de bronce tan limpios y bruñidos que necesitas gafas de sol incluso en los interiores: te pellizcas para asegurarte de que estás despierto. Y es que uno está acostumbrado a relacionar la palabra crucero con bufé libre de garrafón, montón de peña bailando la conga y mil personas siguiendo la banderita en las excursiones a tierra. La serie Vacaciones en el mar hizo mucho daño al crucerismo. Pero nada que ver con el Ti'aMoana. En la vida había visto un barco tan elegante, con una decoración tan vanguardista (aquí no hay lámparas de araña ni moquetas encarnadas) y un servicio tan cuidado. Tiene 20 camarotes, pero solo van ocupados otros cinco además del mío. Y 30 personas de tripulación para atendernos.

El paraíso, de existir, debe de consistir en esto.

El primer desayuno nos lo sirven sobre mesas con fino mantel de hilo y cubertería de plata instaladas dentro de la laguna del atolón, con el agua por los tobillos. ¡Qué lejos aquellos desayunos con leche condensada en las cutres pensiones de cuando era mochilero!

Luego el Ti'aMoana inicia su singladura y tú te acodas en la borda (embobado con la boca abierta mirando absorto el paisaje como Paco Martínez Soria miraba los semáforos de la Gran Vía) para dejar pasar ante ti un escenario inmaculado de playas doradas, cocoteros, arrecifes de coral, viejos volcanes comidos por la vegetación, aguas de colores imposibles y ni una sola edificación que levante más de tres metros del suelo. Es cuando caes en la cuenta de que no estás en cualquier sitio, ¡estás en los Mares del Sur! Los de Stevenson, los del capitán Cook y los de Paul Gauguin.

Unos días el Ti'aMoana ancla frente a una playa solitaria de algún motu perdido y deshabitado en la inmensidad del Pacífico y la tripulación instala en la dorada arena hamacas, toldos, juegos, esterillas... para cada una de las parejas de a bordo. Y monta un discreto bar y barbacoa detrás de un cocotero para que no te falte de nada. Otros paramos en algún pueblo y lo recorremos en bicicleta (poco tiempo, no vayamos a cansarnos; la vida de rico tiene estas cosas).

Y así vamos deambulando en un dolce far niente por Tahaa, por Morea, por Raiatea... las islas de la Sociedad, el más famoso de los cinco archipiélagos que componen la Polinesia francesa. Un territorio sorprendente en el que viven 270.000 personas esparcidas por una superficie del océano Pacífico del tamaño de Europa. Tahití y sus islas es uno de los paisajes de isla tropical más perfectos que he visto en mi vida.

El cocinero francés sigue hiperactivo. Y yo sigo engordando. "¿El señor repetirá foie?". No por Dios, ¡le conmino a que deje mi hígado descansar! "¿Un poco más de champán francés, señor?". Bueno, haremos un esfuerzo.

La última noche nos sorprenden con una cena con antorchas en una playa desierta de la isla de Huahine. Una movida considerable porque hay que desplazar hasta la arena al cocinero francés y sus ayudantes, toda la cocina, camareros, vajilla, antorchas, mesas, sillas, una pantalla gigante sobre la que se proyectaban danzas y música tradicional tahitiana... Cenar así es un placer que uno ha visto muchas veces en el ¡Hola! o en Memorias de África, pero que jamás pensó que pudiera vivir como protagonista. No sé si podré volver a cenar una vulgar tortilla francesa en casa delante de la tele cuando vuelva. ¡Lo malo de la buena vida es que uno se acostumbra a ella enseguida!

Al día siguiente, el Ti'aMoana regresa a Bora Bora y los afortunados pasajeros que durante una semana (y a costa del sueldo de un año de un mortal) han vivido la más maravillosa de las experiencias en las islas más bellas del Pacífico abandonan el sueño. Yo me encadeno a una tubería de la sala de máquinas tratando de que el sueño no acabe, pero la tripulación me localiza y me lleva en volandas a la pasarela. Gameisover, amigo, que dirían los ingleses.

Al fin y al cabo, los sueños, sueños son. Y este lo recordaré toda la vida.

Vista aérea de la isla de Bora Bora, en la Polinesia francesa.
Vista aérea de la isla de Bora Bora, en la Polinesia francesa.P. N.

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