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Columna
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No es Camps el único culpable

Ha sido una calamidad política y se ha despedido sin honor del cargo. Tal podría ser el recordatorio sumario e incluso el epitafio del tránsito de Francisco Camps por la presidencia de la Generalitat. Sus feligreses seguirán rindiéndole culto, pues la derecha suele ser devota, pero será a costa de confundir tercamente los deseos con la realidad que se resume en una democracia degradada y una comunidad esquilmada, convertida en parque temático de la corrupción, de la que él mismo, el gran líder caído, es -¿presunto?- beneficiario, además de cooperador necesario por no haber ejercido su autoridad frente a la traca de escándalos que nos ha abrumado. Y para acabarlo de arreglar, ha exhibido una penosa falta de entereza a la hora de asumir su inexorable destino: la dimisión. Aun para ese trámite ha tenido que valerse de los aviesos oficios de un sicario -¡Viva Honduras!- enviado para apuntillarlo al tiempo que invocaba torvas e hilarantes conspiraciones contra su persona.

Y una nota personal más. Quien en su juventud fuera un animoso liberal, ha acabado trastornado por el poder. Ha sido implacable con sus críticos o discrepantes, a la par que condescendiente con los chorizos. Y en punto a la libertad que un día enarboló como ideario resulta obvia la alergia que le provoca la información vocacionalmente objetiva y el pluralismo de las opiniones, tal como revela el secuestro de la televisión pública autonómica, puesta al servicio de sus exclusivos intereses partidarios. La censura y estupidez que han asfixiado a este medio solo son equiparables a la odiosa fórmula vigente durante el franquismo o en la actual Comunidad de Madrid. Por todo lo cual, nuestro desventurado personaje se ha convertido en el más desacreditado de los presidentes que se han sucedido en esa poltrona. Y muy probablemente en el primero de ellos condenado por soborno, que tampoco es mal colofón a una carrera.

Pero toda la culpa no ha sido suya. La plana mayor de sus colaboradores también ha de cargar con el mochuelo porque confundió la lealtad con la fidelidad perruna. Los Juan Cotino, Rafael Blasco, Serafín Castellano, la misma Paula Sánchez y la patulea de notables recientemente descabalgados callaron como muertos cuando era notorio que el País Valenciano se estaba convirtiendo en un feudo bananero agusanado por émulos de Alí Babá. Callaron por prudencia, conveniencia o ceguera. Eso sí, pusieron la mano en el fuego por la honradez de su jefe y ahora saturan la unidad hospitalaria de quemados. En todo caso, están amortizados y deberían inmolarse políticamente junto a su jefe. En la nueva e inminente etapa de gobierno solo son espectros anacrónicos y, algunos, hasta peligrosos. Claro que el molt honorable designado, decimos de Alberto Fabra, ya dispondrá de la información debida acerca de la tropa que le espera así como de las expectativas favorables que ha suscitado el relevo.

Expectativas. El espíritu humano alimenta con muy poca cosa sus euforias. En medios políticos y politizados ya se percibe otro ánimo, positivo, ante la mera perspectiva del cambio que glosamos. El campismo atufa a sacristía y a impotencia. Por otra parte, la resolución del juez José Flors, sentando en el banquillo al presidente, ha paliado provisoriamente la imagen de un aparato judicial ineficiente y fachenda. Estas excepciones abonan la ilusión de estar ante brotes verdes de otra democracia emergente y más cabal. Mero autoengaño.

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