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Columna
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Fe en la meteorología

Si la fe es creer en lo que no vemos, resulta aún más gigantesca y heroica cuando implica algo ya insalvable: creer en contra de lo que vemos. Y hay que reconocer que la fe pasa por una época excelente, a pesar de lo que imaginan sus contradictores. Otra cosa es que la fe contemporánea se deposite en verdaderas impertinencias, pero eso tampoco puede extrañarnos: hoy se cree en las cosas más peregrinas. La fe más enternecedora es la que ni siquiera se explicita. Y a ese respecto nuestra voluntariosa y encorajinada juventud hace gala de una fe indestructible que sería merecedora de mejor causa, una fe que se consagra a un fenómeno de regularidad más bien dudosa: la llegada del verano.

Hay una creencia manifiesta en que la llegada del verano se acompaña de buen tiempo. Una creencia reforzada en nuestra época por diversas organizaciones no gubernamentales que, en sus estudios financiados con dinero gubernamental, aseguran que vivimos en una era de calentamiento acelerado. Y como el globo se calienta, la llegada del verano comporta un aumento aún más notable de la temperatura, en esta parrilla infernal. Así, a los chicos de cuarenta años para abajo les basta que esté mediada la primavera para: 1) Ponerse en calzones, sin importarles que aún transiten por zonas urbanas consolidadas; 2) Ponerse camiseta, ese atuendo impropio de gente respetable; y 3) En el colmo de la ignominia, ponerse chanclas.

Pero sucede a menudo que en verano hace frío, a veces llueve, e incluso caen sobre nosotros violentas ráfagas de granizo o pedrisco. No obstante, eso no arredra a nuestros jóvenes con chanclas: jamás se desprenderán de su uniforme. La fe mueve montañas. Y la fe en el verano exige vivir en chanclas. Cualquier desviación hacia el zapato comporta una peligrosa herejía. Esta semana el paisito ha padecido jornadas desapacibles de potente evocación invernal. De la mañana a la noche caían chuzos de punta y los termómetros también caían a niveles subterráneos. Pero como el verano ya no es una estación, sino una declaración de fe, uno va en chanclas, así recoja entre los dedos de los pies toda la microfauna que prospera en el humedal de las aceras o se encamine con dramática certeza hacia una doble pulmonía.

Asombra ver a tanto chico equipado para tenderse en la playa enfrentándose al granizo, asombra la entereza de tanto sobaco al aire mientras un frío afilado se filtra por los conductos nerviosos y cala hasta los huesos. La fe es inconmovible. El pasado martes yo me puse mi legendaria gabardina. Era lo lógico. Pero la calle seguía siendo un muestrario de modelitos tropicales que resistían, resistían, resistían, mientras las trombas de agua, los remolinos, el azote de la lluvia y las mareas, ponían a prueba su fe en los beneficios del estío. También en las cosas pequeñas, la Humanidad se revela como un proyecto insensato.

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