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DIOSES Y MONSTRUOS
Columna
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La eterna moda de los Kane

Carlos Boyero

Desdeña el uso obligado de la corbata en sus trascendentes apariciones públicas. Tiene una esposa joven, con rasgos asiáticos, tan hermosa como fotogénica. Todo en el muy arrugado careto de ese anciano desprende seguridad, un poder tan grande que no necesita algo tan fatuo y vulgar como su exhibición. Se llama Rupert Murdoch. Es el rey de algo cuyo nombre convendría cambiarlo llamado medios de comunicación. O aclarar en qué consiste y para qué sirve ese concepto supuestamente humanista denominado comunicación. Cuentan que han detenido para tomarle declaración en torno a la metodología gansteril con la que ejercía esa libertaria comunicación a una dama pelirroja con aspecto muy moderno y un toque brujeril, mercenaria favorita del magnate en el noble oficio de tener informada a la opinión pública, que lógicamente ese imperio comunicativo al servicio del morboso y amado pueblo se sostenía alimentando una corrupción en la que se pringaban policías y políticos de alto standing que han presentado la dimisión de sus honorables responsabilidades (ignoro si alegando comprensibles razones de salud o amenaza de temible depresión), que Murdoch hace acto de contrición por los desmanes que cometieron sin prisas y sin pausas sus lacayos y pide perdón a las víctimas de su tenebroso espionaje y a los infinitos y coprófagos lectores que encontraban cotidianamente la sal de la vida en News of the World. Su imperio bien vale una misa y una penitencia, debe pensar el dios del cielo mediático. El problema no es que ante el escándalo los amigos de toda la vida le nieguen tres veces, sino que eso se traduzca en naufragio económico, anulación de contratos, deserción de la publicidad, que esos políticos que él podía promocionar, salvar o destruir se sientan tan fuertes ante el infortunio del ogro que ya ni le respondan al teléfono.

Hasta el espectador más simple o el voraz consumidor de tabloides reconocería al Ciudadano Kane del aquí y ahora

Esta sórdida historia en la que todos son malos tiene capacidad para inspirar una película suculenta, que comprensiblemente jamás financiaría la productora Fox ni exhibirían los canales de su cadena televisiva, especializada en la defensa de los valores eternos, amenazados por todo tipo de terrorismos, incluido el que representa el siniestro Obama. Habría que cambiarle el nombre al protagonista por razones legales y posibles querellas, pero hasta el espectador más simple o el voraz consumidor de tabloides intuiría de quién estaba hablando esa película, reconocería al Ciudadano Kane del aquí y ahora.

Aseguran que William Randolph Hearst fue el hombre más poderoso de su época gracias a la posesión de un arma letal llamada periódicos, alguien tan chulo y cínico como para declarar: "Yo hago noticias" o pedirle a los ilustradores y dibujantes que habían ido a cubrir la voladura del Maine: "Envíenme el dibujo, que yo montaré la guerra". Así lo hizo. Haciendo creer a la siempre manipulable opinión pública lo que a él le diera la gana. Y la ganó, razón infalible para no tener que ofrecer justificaciones. Orson Welles realizó con estética poderosa (aunque resulte muy pesada y miope la eterna etiqueta de críticos e historiadores a Ciudadano Kane calificándola como la mejor película de la historia del cine) y complejidad moral un retrato notable de aquel legendario monstruo. También le humanizaba en nombre de aquel misterio o tal vez un sueño amado y perdido llamado Rosebud. Y le condenaba a una vejez aquejada de inconsolable soledad interna en su fastuoso aunque inservible Xanadú. Kane es fascinante y también puede provocar compasión. Lo último es una sensación improbable ante el personaje real, ante ese Hearst feliz de embaucar permanentemente a los dispuestos lectores mediante el amarillismo, causante de tanto daño en función de sus intereses, con la siempre temible coartada de contar la verdad. O sea, la que le convenía, inventaba, deformaba o manipulaba. Y está claro que debía de ser aún más listo que Murdoch, ya que su imperio nunca estuvo amenazado por la ruina. Hasta los habitantes del limbo saben que a esos niveles de poder y de riqueza siempre representará una falacia y una estupidez el refrán que asegura que "el que la hace, la paga".

El cine ha enaltecido a veces con talento la sagrada labor del periodismo, su heroica independencia, su denuncia de todos los males de este mundo, su objetividad y su rigor relatando el estado de las cosas, su defensa de causas nobles que parecían perdidas. Uno de mis personajes favoritos es el periodista borracho de El hombre que mató a Liberty Valance, esa mosca cojonera que denuncia al intocable villano del látigo sabiendo que se juega la vida. Vale. Pero cuando el cine ha resultado más divertido y cáustico al hablar del cuarto y presuntamente inmaculado poder lo ha hecho desde el descreimiento y la burla, describiendo la triunfante amoralidad del "todo vale a cambio de vender el producto". Hawks y Wilder, dos de los directores más inteligentes que han existido, utilizaron jocosamente la visión del periodismo que tenía Ben Hecht, un señor muy brillante que sabía de lo que hablaba, que comenzó trabajando en un periódico y después logró su sueño de ganarse inmejorablemente la vida como guionista y escritor. El director de periódico que encarna Cary Grant en Luna nueva, capaz de cualquier engaño con tal de que su reportera estrella no abandone el oficio y cubra una inminente ejecución, es un personaje memorable, pero la composición de ese histriónico, enredador e insuperable canalla que realiza Walter Matthau en Primera plana pertenece por derecho al clasicismo. Wilder se había centrado anteriormente en el periodismo sensacionalista y bastardo en El gran carnaval, pero en aquel retrato feroz no había espacio para el humor y el sarcasmo como en Primera plana. La historia del periodista que juega con la vida de un hombre atrapado en el derrumbamiento de una mina, prolongando esa agonía para exprimir su exclusiva hasta el límite, es tan realista que en ocasiones parece un documental. También invita al escalofrío la quinta y última temporada de la serie de televisión The Wire, describiendo cómo se puede obtener el Pulitzer si las mentiras están convenientemente disfrazadas.

Sería muy higiénico que los infinitos y chantajistas responsables en el depredador imperio de Murdoch de pinchar teléfonos para explotar las miserias o las tragedias del prójimo pagaran su audacia periodística con una estancia prolongada en el trullo. Que los delincuentes que en nombre del periodismo utilizan la libertad de expresión como el atracador la pistola o el cuchillo supieran el precio exacto de su delito. También es probable que no hubiera cárceles suficientes para meter a tanto personal. Sospecho que lo que ha perpetrado News of the World tiene más relación con la norma que con la excepción.

Orson Welles dirigió <i> Ciudadano Kane</i> en 1941.
Orson Welles dirigió Ciudadano Kane en 1941.FOTO: SNAP PHOTO LIBRARY

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