El dilema de los Habsburgo
Ernest Gellner bautizó con el nombre de "dilema de los Habsburgo" la hipótesis según la cual una cultura es defendida de modo más estridente cuando ya está irremediablemente perdida. Lo recuerdo cada vez que escucho o leo algunos de los hoy muy frecuentes y desmesurados encomios y glorificaciones de la -digamos- cultura del libro tradicional y del modelo de negocio que ha venido sustentando. Entre cassandras apocalípticas y panglossianos integrados, resulta que, a menudo, los árboles no nos dejan ver el extenso bosque que tenemos delante (y que avanza incontenible hacia nosotros, como el de Birnam hacia el castillo de Macbeth). Y lo cierto es que vivimos un tiempo apasionante en el que lo viejo y lo nuevo conviven y se fecundan. Porque lo viejo (el libro de papel) no va a desaparecer nunca, aunque un día se convierta en una especie de artículo de semilujo, igual que, al parecer, sucederá con la prensa de opinión. Lo que ocurre es que algunos de los actores implicados en el proceso tienden a ver el asunto sólo como amenaza, no como desafío. Otros buscan salidas. Ahí tienen, por ejemplo, el proyecto de Endebate, un sello creado por Debate para la publicación (exclusivamente digital) de no ficción sobre temas de actualidad. Algo semejante, mutatis mutandis a lo que para mi generación supusieron aquellos libros urgentes inventados por La Gaya Ciencia tras la muerte del dictador, y que se publicaron en la colección Qué es..., dirigida por Rosa y Oriol Regás. Los textos de Endebate, "un término medio entre la superficialidad de las redes sociales y la profundidad de reportajes monográficos", tendrán una extensión de unas 10.000 palabras (nueve veces más que este Sillón de orejas) y se venderán a -¡chen-tachén!- 1,59 euros de nada, a través de las librerías que comercializan e-pubs y en el App Store de iTunes como aplicación para iPad. Entre los títulos disponibles a partir del 20 de julio, destaco el ensayo (en realidad, un artículo largo) de Christopher Hitchens El enemigo, sobre Osama bin Laden. Por lo demás, hay otros modos de enfocar el negocio. Leo, por ejemplo, que la librería independiente The Word (en Brooklyn, Nueva York) ha ideado un curioso "karaoke literario": los lectores son invitados a largar en público durante tres minutos acerca de las novelas de los noventa que más les impresionaron. Imagínense si cunde el ejemplo y nuestras librerías se llenan de letraheridos cuarentones pontificando sobre los libros que leyeron cuando aún parecía que el mundo caminaba a buen paso hacia el fin de la Historia. Mientras tanto, aquí sigue engordando la preocupante burbuja libresca: según los últimos datos (2010), mientras la facturación del sector ha descendido un 7%, y las compras institucionales un 45%, la producción de títulos ha crecido un 5%, hasta los 80.000. Si esto no les parece suficiente muestra de surrealismo editorial, que venga André Breton y les eche una mano.
Mientras la facturación del sector ha descendido un 7%, la producción de títulos ha crecido un 5%, hasta los 80.000
Si la 'Resi' se ve obligada a cobrar para financiar su fiesta, significa que puede suceder cualquier cosa
Catástrofes
A veces pienso que el profético pájaro que T. S. Eliot pone a hablar en Burnt Norton (Cuatro cuartetos) tiene razón y que, en el fondo, el género humano / no puede soportar mucha realidad. Sobre todo si esta se produce en forma de lo que ahora es tan frecuentemente excepcional (ya ven, otro oxímoron) y hemos dado en llamar "catástrofe" (natural, "humana" o del tipo que sea). Déjenme que les enumere algunas de las últimas: ataque contra el World Trade Center, atentados, terremotos, tsunamis, inundaciones, tornados, desprendimientos de tierras, genocidios, derrumbe de las Bolsas, quiebras espectaculares, burbujas inmobiliarias que explotan, hambrunas, ciclones, agujeros de ozono, desertizaciones, nubes radioactivas, países con corralito, Berlusconi. Vivimos bajo la constante (y muchos creen que inducida) amenaza de nuevas amenazas. Leo en el breve ensayo Du bon usage des catastrophes (Gallimard, 7,90 euros), de Régis Debray, su reflexión sugerente e irónica en torno a este permanente vivir en ascuas (vivimos en un ay, decía mi abuela), tan típico de las sociedades de riesgo. Dice Debray que para la cultura judeocristiana todo cataclismo encierra una promesa de salud. Y que cada mentalidad colectiva (por ejemplo: la japonesa) reacciona de distinta manera ante ellos. En todo caso, más allá de los usos pedagógicos de la catástrofe (es de suponer, por ejemplo, que los japoneses no volverán a construir una central nuclear sobre una falla sísmica), todas las épocas catastróficas (pero ¿hay alguna que no lo sea?) provocan un incremento de la actividad profética. Hace dos milenios surgieron en Oriente muchos profetas que anunciaban el fin de los (viejos) tiempos y el advenimiento de los nuevos (aún los están esperando). Y en los años veinte del siglo XX, en plena República de Weimar, proliferaron histriónicos visionarios irredentos que anunciaban una aurora que terminó en la Shoah. No sé qué me da más miedo: las catástrofes o los profetas.
Desorejado
A Dieter Rotmund, el protagonista de una excelente novela de Wilhelm Genazino (Un poco de nostalgia, Galaxia Gutenberg, 2008) que pasó injustamente inadvertida entre nosotros, se le cayó una oreja (la izquierda, por cierto) mientras contemplaba en la tele de un bar un importante partido de fútbol entre las selecciones alemana y checa. La situación es dramática: "Veo en el suelo mi oreja, como un pastelillo de color claro que se le hubiera caído a algún niño". Pero Dieter, al que incomoda que los otros parroquianos se enteren de lo que le ha sucedido, decide abandonarla y salir del local, cubriendo con sus propios cabellos "el lugar donde estuvo antes la oreja". Bueno, así de desconcertado y estupefacto me sentí yo (pero no estaba viendo un partido, sino enfrascado en los estupendos relatos de Banana Yoshimoto incluidos en Recuerdos de un callejón sin salida, Tusquets) cuando me llamó mi arriesgado topo en la Residencia de Estudiantes para decirme que este año los privilegiados que reciban una invitación para la tradicional fiesta de la Resi (le14 Juillet) deberán abonar 20 machacantes para poder entrar. Me quedé petrificado; si la Resi se ve obligada a cobrar para financiar su fiesta, significa que puede suceder cualquier cosa: que los empleados de El Corte Inglés se erijan en comuna bolchevique, por ejemplo, o que el Estado presente suspensión de pagos. Mi topo, que también me sopla que este año el sarao se restringirá a los happy few, ignora si el estipendio se les exigirá a todos por igual o si habrá excepciones institucionales y/o institucionistas, lo que podría propiciar indeseada reventa. Tampoco sabe decirme si habrá bonos o cupones-descuento para familias de los residentes. De modo que, parafraseando a Talleyrand, "quién no ha vivido los días de antes de los recortes, ignora lo que es la dulzura de vivir". En todo caso, si no tengo la suerte de ser invitado, recogeré mi oreja del suelo y me lo montaré en la fête de la Embajada de Francia. Con la pasta que me ahorre me puedo comprar un gorro frigio de papel y una botella de johnnie walker (red label). Y tan ricamente.
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