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Columna
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La izquierda

Durante años, los cuadros de Izquierda Unida han vagado por el bíblico desierto de la indiferencia de los votantes, la carencia de líderes que puedan llamarse tales, las luchas intestinas. Residuo último de un potente movimiento de izquierdas que alumbró algunas de las páginas más venerables de la Transición, cajón de sastre donde se dan cita retales, botones perdidos y parches y costuras a veces incompatibles, esta formación sin silueta definida ha tratado de aglutinar bajo sus siglas a todos aquellos habitantes del espectro político con nostalgia por los viejos ideales, fe en un mundo menos esquemático, o, sencillamente, el inconformismo crónico del adolescente. En breves destellos de su carrera, IU ha logrado enviar a docenas de parlamentarios a los hemiciclos y hasta ha sentado alcaldes (y alcaldesas) en butacas de tronío; luego, la incuria, el pésimo arte de la improvisación, la sensación de que ni siquiera ellos sabían muy bien lo que se traían entre manos, han ido restándoles la confianza del respetable hasta condenarlos a un crudo invierno electoral: en los últimos comicios nacionales, los viejos rockeros demostraron que nunca mueren, pero sí que pueden pasarse lo que les quede de vida arrumbados en un asilo. Hasta que ahora, impensadamente, el antiguo enemigo llamado capital, con los recortes sociales y la agitación callejera que son de rigor en estos casos, ha venido a tenderles la mano: un votante confuso, vapuleado por el sistema, que no encuentra representación para su frustración y su rabia entre las diversas papeletas del arco político, le confía su esperanza, o lo que él llame así.

Y de ese modo, IU ha logrado un breve repunte en los municipios y las autonomías que está gestionando de un modo que a muchos resulta un poquito raro. La bronca mayúscula generada por el despropósito de Extremadura es sólo el primer plano: en segundo y tercero quedan decenas de ayuntamientos donde las maniobras vaticanas del gobierno local han colocado no pocos bastones de mando en manos del PP, el archienemigo de toda la vida, como en los tebeos.

Diego Valderas, que de dirigente tiene poco más que el título, prometió días atrás que el monstruo de Extremadura no volverá a repetirse en otros lares y que en Andalucía nadie debe esperar una pinza, tenaza o alicate en contubernio con el PP: lo dirá, especulo, para evitar que nadie piense en aquella legislatura de mediados de los noventa en que, con auxilio de los azules, IU se dedicó a tumbar sistemáticamente las propuestas del entonces presidente Chaves.

Ahora las cosas discurren por otro cauce, o eso cuentan. En el reciente debate sobre el estado de la comunidad, el representante de la coalición Pedro Vaquero se ha descolgado con una soflama roja y una invitación al PSOE para que engrose las filas de la verdadera política revolucionaria: se espera nada menos que un frente popular que plante batalla a la voracidad del capitalismo feroz. No sé yo. Es verdad que lo de Extremadura ha hecho a mucha gente abjurar de unos idealistas que ceden paso a la derecha cerril antes de organizarse con sus socios naturales, el partido obrero socialista de los trabajadores: sólo que el PSOE no tiene de obrero y de socialista más que las letras que figuran en su acrónimo. Luchar contra el caciquismo del clavel en Extremadura es tan de izquierdas, me parece, como emplearse contra el de la gaviota en Valencia, entre otros feudos. En cuanto a lo del bloque de izquierdas de aquí abajo, pues sí, parece bonito, pero suena a aire vacío: al PSOE le harían falta unos cuantos años al raso, fuera de consejerías y despachos, para regresar a la pana y la casa común de la izquierda, esa de que tanto hablaba el último califa comunista.

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