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Columna
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¿Qué hacer y qué no hacer?

Leyendo los periódicos de 2011, uno está abocado a pensar que el marasmo económico en el que nos hallamos es culpa de lo público y la política. Parece que todos nos hemos olvidado de las declaraciones y diagnósticos de 2007 y 2008; de la "refundación del capitalismo", de "aparcar las leyes del mercado", de las ominosas y fracasadas agencias de rating, y de la necesidad de regular el mercado.

Si uno lee la prensa hoy, decía, aparece extraordinariamente diluida la enorme responsabilidad del sistema financiero, prestando dinero a quien no debía, metiéndose en operaciones en las que no debía, echando gasolina al fuego, entonces, y administrando, ahora, el combustible crediticio con cicatería extrema para purgar sus propios excesos. Las sedes de las agencias de calificación vuelven a ser los oráculos de Delfos contemporáneos. La indignación se dirige sobre todo hacia la política y sus principales protagonistas. El problema es el déficit público, los generosos Estados del bienestar que disfrutamos en Europa, los ineficientes empleados del sector público. La solución es liberalizar mercados, ajustar el gasto y privatizar.

No necesitamos rebajas impositivas sino un sistema que gane en suficiencia y justicia

Este giro resulta sorprendente y vergonzoso. Si hoy tenemos déficits públicos elevados es porque el sector público tuvo que lanzarse a rescatar a la economía privada con planes de estímulo de dimensión desconocida. Es verdad que en España ha habido un factor añadido y diferencial que sí es responsabilidad del Gobierno en los últimos diez años: las reformas fiscales a la baja financiadas por los impuestos vinculados a lo inmobiliario. Unas reformas que nos dejaron desnudos cuando estalló la crisis. España es el país desarrollado donde más cayeron los ingresos tributarios, sin ser el que ha sufrido una mayor caída de la actividad productiva. Puestos a imputar responsabilidades a las instituciones públicas, cada día que pasa parece más evidente que el Banco de España no fue lo suficientemente severo en su tarea supervisora para contener los riesgos que estaban asumiendo cajas y bancos.

El corolario de lo anterior, es que lo que necesitamos no son rebajas impositivas, sino reformular el sistema tributario para que gane en suficiencia y justicia. Hay que recuperar los impuestos sobre la riqueza y el patrimonio (impuesto de patrimonio y el de sucesiones) y situar el combate contra el fraude fiscal como prioridad.

Por supuesto, el ajuste fiscal debería ser más lento: no pasaría nada porque en vez de 2013 fuese 2015 el año en el que hubiese que retornar al 3% de déficit, por ejemplo. Pero mientras la Unión Europea no abrace un modelo de política fiscal federal y un consenso sobre la necesidad de pensar como verdadera Unión, habrá que ceñirse al guion y ajustar. Ajustar garantizando la calidad de la sanidad y la educación, reprogramando la aplicación de la ley de dependencia, olvidándose de las rebajas tributarias y repartiendo de forma justa y equilibrada el sacrificio entre los niveles de gobierno y los ciudadanos.

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Porque no es justo ni equilibrado lo que está haciendo la Administración central a las comunidades autónomas, en general, y a Galicia en particular. La primera debe anticipar ya el fondo de cooperación y dilatar en el tiempo la devolución de anticipos. La Xunta tiene razón en sus demandas. Una razón que, sin embargo, pierde cierta legitimidad cuando se anuncia que si esas reclamaciones prosperasen, habría rebajas fiscales en Galicia. Entiendo que el PPdeG quiera cumplir las promesas de rebajas impositivas que hizo en su momento. Pero en una situación de emergencia de lo público lo que toca no es seguir desollando impuestos. Lo que toca es ver cómo se puede ejercer la capacidad normativa en materia tributaria al alza, para ganar suficiencia, equidad y eficiencia en el sistema fiscal gallego.

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