Un editor histórico y un sabelotodo
Las espoletas que disparan la escritura autobiográfica no son siempre las mismas, aunque la más común sea -secreta o confesadamente- la urgencia autorreivindicativa. A menudo es una urgencia equivocada, como tantas urgencias, pero otras tiene pleno sentido: Rafael Borràs Betriu ha sido uno de los editores literarios de la España contemporánea más oportunos, perspicaces, proactivos y generosos. El tercer volumen de su trilogía autobiográfica se ocupa también de él como editor, pero esta vez el libro pivota en los avatares, accidentes y anécdotas (o presuntos secretos) relacionados con el Premio Planeta en democracia y con la marcha de la colección de historia Espejo de España. La izquierda pensó durante mucho tiempo y sin fijarse demasiado que se trataba de productos Planeta en la estela franquista del fundador y exlegionario José Manuel Lara. Pero igual no era exactamente así sino algo más complicado: no es difícil darse cuenta del significado de instar a concursar entre 1976 y 1979 a rojos tan inmaculados como Semprún, Marsé, Vázquez Montalbán y Umbral.
La razón frente al azar. Memorias de un editor, 3
Rafael Borràs Betriu
Flor del Viento. Barcelona, 2010
564 páginas. 26 euros
Memorias de un liberal psicodélico
Luis Racionero
Premio Gaziel de Biografía y Memorias
RBA. Barcelona, 2011
406 páginas. 22 euros
Tampoco la colección de historia y testimonios fue un subproducto franquista sino una colección pionera y hoy crucial en su voluntad de comprometer a múltiples figuras españolas en la reconstrucción del pasado común: desde la Edad de Plata hasta la democracia y sin callar ángulos ni ideologías ni nombres. De Borràs procedió tantas veces la invitación a hacer memoria a quienes ni pensaban ni deseaban hacerlo, y por eso hoy la documentación biográfica, gráfica y memorialística que almacena esa colección es única en nuestra historia contemporánea, desde Carrillo o Manuel Tagüeña hasta exiliados históricos, o el inapreciable testimonio del secretario personal de Franco o el nunca franquista auténtico, según las últimas noticias, Manuel Fraga Iribarne. Algunos de los personajes siguen esquinados, como Fernando Sánchez Dragó, y de muchos otros se publican cartas y confidencias a veces ruborizantes. Pero todo tiene interés, a veces sólo microinterés profesional, y otras una relevancia de mayor alcance en cuanto retrato privado, parcial y veraz de un puñado de escritores tan estimables y dispares como Álvaro Pombo o Andrés Trapiello, o el homenaje explícito al Barral que fundó Biblioteca Breve.
Otro tipo de señor es Luis Racionero, que sale también en el libro de Borràs, muy feliz por haber sido premiado "espontáneamente", asegura un si es no es asombrado, por el jurado del Premio Azorín (de la órbita Planeta). Leer a Racionero desde la militancia ilustrada, jovial, escéptica y sensata es algo parecido a tener que desbrozar de entre las supercherías y fantasías esotéricas, a veces místicas y a veces enfáticamente orientalizantes, los apuntes de costumbres o las observaciones atinadas sobre la sociedad actual, sus ritmos de trabajo, sus ocios y negocios. Sin embargo, lo uno va con lo otro y la marca Racionero es un pack de ambas cosas. Así, su respetuosa consideración por la astrología (que "contrastó empíricamente como ciencia", dice) debe combinarse con su respeto mucho más comprensible por la gran figura del hispanismo exiliado José Fernández Montesinos o con algunas de sus pertinentes ideas sobre urbanismo; el cabrilleo caprichoso de tasta-olletes y sabelotodo (página 44) ha de compatibilizarse con retratos más convincentes de la sociedad letrada y burguesa del tardofranquismo y la actualidad.
Pero leerle significa también transigir con ingeniosidades tan magras como destacar de Josep Pla -valga'm Deu- "un arte del saber estar, quizá la más depurada de todas las artes", o comparaciones tan brumosas como que "en Estados Unidos el coche es un elemento tan normal como lo era la boina en España" o creer de veras que Vargas Llosa es "irrealista", o que venga a ser lo mismo el nouveau roman y Juan Benet o apuntar un tanto a boleo tras leer a Alan Watts y conocer a Krishnamurti que en Europa la filosofía "es un juego de palabras" mientras remata con cosas tan magníficas y señoriales como que José Luis de Vilallonga "fue el último gran señor". Al mismo tiempo, el joven Racionero en Berkeley descubría las drogas, el rock, el desmadre, el Tao, Jung y Siddaharta: "¡Cuánto le debo a Hesse!". El resultado es una estomagante combinación de jactancia sin fondo y humildad eficiente de escolar aplicado. Es una pena, además, que tras tanto admirar y tratar a Carlo Cipolla no tuviese la curiosidad de averiguar si había escrito ese ensayo sobre la estupidez del que le habló medio en serio medio en broma, y que es tan formidable como su panfleto titulado Allegro ma non troppo.
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