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Columna
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Trampolín y refugio

En los últimos tiempos, circula profusamente la idea de que el vicesecretario general del PSOE y ministro de Fomento, José Blanco, podría estar preparando su desembarco en Galicia tras las elecciones generales, con el fin de aspirar a la presidencia de la Xunta en las elecciones autonómicas del 2013. Quienes sostienen esta posibilidad aportan a favor de su tesis datos como la reiterada presencia del ministro en Galicia con motivo de la celebración tanto de actos partidarios como de visitas e inauguraciones de obras que realiza el departamento que dirige. También destacan los valedores de esta idea la renuncia -si es que fue tal- de José Blanco a dirigir, por primera vez desde que Zapatero es secretario general del PSOE, la campaña electoral de las elecciones generales que, como es sabido, encabezará Rubalcaba.

Algunos políticos solo ven a Galicia como plataforma hacia Madrid o como lugar para protegerse

Desde hace meses, y con la misma o parecida insistencia, son legión los que sostienen que Alberto Núñez Feijóo no solo utiliza a la Xunta como ariete contra el Gobierno central, subordinando los intereses de Galicia a la estrategia electoral general del PP, sino que para el presidente de la Xunta la máxima institución gallega no es más que una lanzadera para alcanzar su objetivo de ser futuro protagonista en la política española, que sería, en coherencia con su cultura política, su verdadera aspiración. Pero si estas sospechas o intuiciones se confirmaran, necesariamente habría que concluir que determinados políticos solo contemplan a Galicia y a sus instituciones de autogobierno bien como plataforma para alcanzar puestos relevantes en Madrid, dejando bien clara su escala de valores, bien como refugio en el que protegerse cuando ven terminar su ciclo en la política española, hasta ese momento su única prioridad.

Desgraciadamente, tal concepción tiene una larga tradición histórica entre nosotros. En realidad, no otra cosa hizo Manuel Fraga en 1989, cuando regresó a Galicia para presidir la Xunta una vez terminada su larga etapa en la política estatal. Si excluimos a los dirigentes del Bloque, quizá la única excepción a esta tendencia la constituye Emilio Pérez Touriño, cuando renunció al ministerio que le ofrecía Zapatero para, en coherencia con sus convicciones y prioridades, asumir el riesgo de competir por la presidencia de la Xunta.

Cosas parecidas a las que comentamos suceden frecuentemente en otras comunidades autónomas, incluso en algunas tal relevantes como Andalucía. En efecto, Manuel Chaves fue ministro de Felipe González, ocupó luego la presidencia de la Junta para volver recientemente al Gobierno Zapatero como vicepresidente tercero. Es también el caso de Arenas que, una vez perdido su puesto en el Gobierno Aznar, se trasladó a Andalucía para encabezar la alternativa del PP al Gobierno que preside Griñán, que a su vez llegó a la Junta de Andalucía después de haber sido ministro de Trabajo en el Gobierno González. Y la serie podría prolongarse hasta el infinito con ejemplos de políticos valencianos, canarios, baleares...

Todo ello demuestra la valoración que nuestras elites políticas, y los propios ciudadanos, tienen del Estado autonómico y de sus instituciones. Sin embargo, nada de todo esto sucede ni podría suceder en Cataluña y el País Vasco. Nadie tuvo nunca la menor sospecha de que Garaikotxea, Ardanza, Ibarretxe o el propio Patxi López alimentaran la más mínima intención de utilizar el Gobierno vasco para dar el salto a la política española. Para todos ellos, y para la mayoría de la ciudadanía vasca, las principales y más valoradas instituciones son las que configuran el autogobierno de Euskadi.

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Otro tanto podría afirmarse de lo que ocurre en Cataluña. A nadie se le ha pasado siquiera por la cabeza que Pujol pudiese utilizar la Generalitat como trampolín para saltar a otra esfera política distinta a la catalana. Pujol, eso sí, quería influir decisivamente en la política española, e incluso modificar el modelo de Estado, pero quiso hacerlo desde la presidencia de la Generalitat y desde su grupo parlamentario en el Congreso. Lo mismo podría decirse de Maragall y, desde luego, de Artur Mas. Incluso Montilla realizó toda su trayectoria en Cataluña y, aunque durante un breve periodo de tiempo fue ministro del Gobierno Zapatero, nunca abandonó su responsabilidad de primer secretario del PSC, cargo que ostenta todavía y hasta el próximo congreso de los socialistas catalanes. Entre otras muchas cosas, el respeto que los ciudadanos y los políticos catalanes y vascos tienen por sus instituciones explica también el peso que ambas comunidades tienen en el conjunto del Estado.

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