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Columna
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La verdad nunca sueña

Después de la caída del muro de Berlín el mundo vivió una especie de euforia, que a todas luces se demostró en exceso optimista. Y no por la desaparición de un régimen político abominable, un bien en sí misma, sino porque la interpretación unidimensional de la política es un error. Ahora mismo, debatiéndonos entre los espasmos de una crisis formidable, todavía no estamos seguros de su alcance, de si soportamos un clásico ciclo que pasará o si encaramos una grieta más profunda de la civilización.

La verdad nunca sueña, que dice el proverbio oriental. Y cuando creíamos que los mercados -y sus lógicas- ya no tenían secretos, nos precipitamos en el pozo del fine-tuning, atemperando las audacias, para limitarnos a evitar el naufragio. Se nos han venido encima todas las paradojas, todos los antagonismos, la angustia de la vacilación metodológica, ¿qué diantre hacemos?

Ni un viejo banquero ni un regulador clásico habrían creído que ocurriría lo que ocurrió

Las balizas de izquierda-derecha, liberales-intervencionistas, proteccionistas-librecambistas, keynesianos-clásicos, todos los dispositivos reflectantes de la teoría ofuscan más que aclaran, y extravían. La urgencia comprensible de la acción política exige opiniones que los peritos todavía cocinan en el fogón del autoconvencimiento, por lo que se suceden planes de relanzamiento que más parecen cataplasmas para el desengaño. Pero también es cierto que, como ocurre con la salud y la enfermedad, si las cosas no se hicieron bien cuando los caminos podían y debían ser saludables -aunque no únicos-, y se llega a lo prácticamente irreversible, a la unidad de cuidados intensivos, los remedios pasan a ser de un solo compás. Ahí estamos, después de desperdiciar la grosse coalition, el matrimonio forzoso, que debiera haberse puesto al servicio del interés general o, al menos, un apoyo partidario en el Parlamento a las grandes líneas de política, previamente consensuadas, bajo la presión de una crisis sin precedentes.

Algunas veces, en la historia, las naciones han recurrido a anomalías semejantes y, aún sin saberlo -por creer que la labor del gobierno en el muy corto plazo tiene alguna consecuencia-, el éxito de la fórmula se debió realmente a la generación de expectativas positivas, esa clase de esperanza que ha desaparecido de nuestro horizonte.

Vivíamos complacidos, mientras el crédito hacía el precio y el precio validaba el crédito. Ni un viejo banquero ni un regulador clásico habrían creído que ocurriría lo que ocurrió, ya que el aumento del crédito ha de acompañarse siempre, simétricamente, de un incremento de los fondos propios de la banca. Y la banca se tentaría la ropa antes de deslizarse por el filo de la navaja. Pero consiguieron transferir parte del riesgo a otros, lo que no tendría por qué ser malo, si no fuese por una innovación muy sofisticada, basada en modelos matemáticos que ya no entienden ni sus autores. El camino a las subprimes estaba despejado.

De repente el invento enloqueció, ya no respondía ni a estímulos ni a restricciones, se había escapado de la lámpara el genio de la codicia. Y entre ladrillo y cemento, que es de lo que, en definitiva, llenamos el territorio, nos hicimos ricos en desorientación, que más nos hubiera valido seguir al mintireiro verdadeiro o al gaiteiro de Lugo. Con un curso adicional impartido por expertos de las agencias de calificación, reinas de la incompetencia, si no de la connivencia, no nos pararía ya ni el anticiclón de las Azores, todos con el emblema de la triple A. El drama podía empezar.

Una de las facetas más teatrales de la crisis es su escenario lleno de desasosiego, que ha poblado de ira las plazas. Mientras, orgullosos como estábamos de mostrar al mundo el euro, santo y seña de civilización y progreso, caímos en la depresión moral al decubrirse las vergüenzas: miles de muertos que gozan de una salud a prueba de subsidios, aquí y allá enfermos imaginarios a costa del común, cajas de ahorros con inversiones sublimes, subsidios fantasmas para producciones aparentes... Queda agarrarse a la esperanza y otear las colinas de la Historia: los hombres no aceptan el cambio salvo en la necesidad y no ven la necesidad más que en las crisis, escribió Jean Monnet, padre de la Unión. Habrá, pues, que soñar como hombres despiertos desde los desastres del presente, porque no bastará con reparar las disfunciones del mercado de crédito, ni con aumentar la independencia energética, ni con mejorar la tecnología de las renovables. Tendremos que renunciar a la unidimensional adoración del PIB, reconociendo la fragilidad de un bienestar conquistado sin sentido de la medida. La cosmética de las cosas poseídas y las estrategias desnudamente electoralistas no pueden instalarse en la sociedad como valores entendidos.

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